De acuerdo con la fiscal general de Estados Unidos, Pamela Bondi, el ex deportista radicado en México “controla una de las organizaciones de narcotráfico más prolíficas y violentas del mundo, y trabaja en estrecha colaboración con el cártel de Sinaloa”, por lo que el Departamento de Estado aumentó la recompensa por información que lleve a su captura de 10 a 15 millones de dólares. Por su parte, la UIF apuntó que las investigaciones han documentado triangulación de recursos mediante empresas fachada y el uso coordinado de estructuras corporativas en México, Canadá, Colombia, Italia y Reino Unido para facilitar la movilidad, ocultamiento y administración de activos.
Si bien el involucramiento de Wedding en el crimen organizado parece un hecho, las declaraciones de Bondi y del director de la FBI, Kash Patel, tienen todo el aspecto de las narrativas urdidas por la Casa Blanca a fin de justificar su injerencismo y sus operaciones ilegales en todo planeta, y en particular en América Latina. En este sentido, la manera explícita en que ambos han usado las instituciones a su cargo para impulsar la agenda política y ejecutar las venganzas personales del presidente Donald Trump; el contexto del cerco marítimo y aéreo en torno a Venezuela así como los constantes “ofrecimientos” de “ayuda” militar a México, constituyen antecedentes que obligan a la máxima cautela ante cualquier afirmación de Washington acerca del narcotráfico.
Por otra parte, si todo lo dicho por esos funcionarios y la información compartida con las autoridades mexicanas es fidedigno, queda mucho por explicar. Es incomprensible, por ejemplo, que nunca se haya hablado de un grupo delictivo de semejante importancia, y que aparezca de la nada, sin al menos un nombre que lo identifique. Tampoco es verosímil que se hayan detectado empresas vinculadas a la red criminal en sitios tan distantes como Italia y Reino Unido, pero no en Estados Unidos, donde, a decir de sus propias instancias, se generan todas las ganancias de Wedding y los suyos. Si el dinero aparece en México, Canadá, Colombia y Europa, ¿cuáles son las entidades financieras, las personas y las firmas estadunidenses que lo canalizan hacia esos países y ese continente? A decir del Tesoro, “millones de dólares” se han movido primero a una joyería ubicada en Toronto y luego se han transferido a otros sitios mediante criptomonedas. ¿Se ha actuado contra las plataformas que manejan tales activos?
Ante todo, Washington debe aclarar por qué tiene la capacidad para rastrear y detener presuntos implicados en todo el hemisferio y allende el Atlántico, pero no en su propio territorio, donde dispone de un aparato de vigilancia tan poderoso que es capaz de localizar hasta al último recién nacido sin documentos migratorios en regla. Es tiempo de que las autoridades estadunidenses informen cuáles son los cárteles que mueven “toneladas” de drogas en sus carreteras y sus urbes, así como quiénes coordinan y se benefician de un negocio que evidentemente no puede ser manejado ni por pequeñas pandillas locales ni sólo por capos extranjeros y racializados.
El “corral” de Washington
La esposa del presidente Trump, Melania Trump pronuncia un discurso en el Mega Hangar de la Estación Aérea del Cuerpo de Marines de New River en Jacksonville, Carolina del Norte, el miércoles 19 de noviembre de 2025. Foto
La esposa del presidente Trump, Melania Trump pronuncia un discurso en el Mega Hangar de la Estación Aérea del Cuerpo de Marines de New River en Jacksonville, Carolina del Norte, el miércoles 19 de noviembre de 2025. Foto Afp Foto autor
Rosa Miriam Elizalde
20 de noviembre de 2025 00:02
La administración Reagan reactualizó la vieja Doctrina Monroe hablando de América Latina como “our backyard”, “nuestro patio trasero”. En Estados Unidos la expresión suena casi entrañable: el backyard es el lugar de la barbacoa y los juegos de los niños. Al sur del río Bravo, en cambio, “patio trasero” se traduce en corral: el sitio donde se crían las gallinas, se acumulan cachivaches, se tiran las lavadoras viejas y acaba pareciéndose a un pequeño cementerio doméstico.
Esa es la imagen que muchos latinoamericanos evocan cuando escuchan a un político de Washington hablar de la región como su “patio trasero”: un espacio secundario, degradado, útil mientras sirva, prescindible cuando estorba. No es un malentendido cultural, sino el síntoma de una mirada imperial consolidada a lo largo de dos siglos.
La idea de que el hemisferio occidental es “cosa de Estados Unidos” se institucionaliza con la Doctrina Monroe (1823) –“América para los americanos”, es decir, para los estadunidenses– y se radicaliza con el expansionismo de comienzos del siglo XX. Gregorio Selser rescató una declaración brutal del presidente William Howard Taft, en 1912, que condensa esa mentalidad y ayuda a entender los delirios actuales de Donald Trump:
“No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho, como, en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro moralmente”.
Esa estructura no ha desaparecido; sólo ha cambiado de palabras. La élite estadunidense sigue hablando de América Latina como de un espacio propio. Mauricio Claver-Carone, operador clave de Trump para la región, lo dijo sin rodeos a The New York Times: “Éste es el barrio en el que vivimos… y no puedes ser la potencia global preeminente si no eres la potencia regional preeminente”. El secretario de Guerra, Pete Hegseth, fue igual de explícito: “El hemisferio occidental es el vecindario de Estados Unidos, y lo protegeremos”.
“Barrio”, “vecindario”, “proteger”: un léxico aparentemente benigno que esconde la misma lógica de siempre. América Latina no aparece como sujetos soberanos, sino como zona que Washington administra, corrige y, llegado el caso, castiga.
En ese contexto encaja la propuesta de Trump de rebautizar el Golfo de México como “Golfo de América”, en el entendido que “América” es Estados Unidos. No es una extravagancia cartográfica: es la metáfora condensada del patio trasero en el siglo XXI. Cambiar el nombre del golfo significa reafirmar la propiedad simbólica del espacio, inscribir el dominio en la geografía –como Taft soñaba con sus tres banderas– y preparar el terreno para una hegemonía militar reforzada. Quien renombra un mar se arroga el derecho de decidir qué ocurre en él, e históricamente nombrar ha sido un instrumento de dominación.
Por eso el gesto nominal se acompaña hoy de un despliegue militar sin precedentes recientes en el Caribe. Desde septiembre, una operación estadunidense ha atacado embarcaciones con el pretexto de la “guerra contra las drogas”, estirando el argumento legal hasta equiparar el tráfico de fentanilo con una amenaza de armas químicas. La escena recuerda otros prólogos de intervención: Panamá, Irak, Libia, Siria.
En la lógica del patio trasero, todo encaja: se castigaría al país con las mayores reservas de petróleo del mundo (Venezuela), se golpearía el símbolo histórico de resistencia (Cuba) y se disciplinaría al aliado incómodo de ambos países (Nicaragua), enviando un mensaje al resto de la región: el corral tiene dueño y el dueño no se ha ido.
Trump quiere controlar el “patio trasero” por cuatro razones: para sostener su pretensión de liderazgo global –no hay hegemonía mundial sin hegemonía regional–, para frenar la influencia de China, Rusia y los BRICS, para asegurar recursos estratégicos y rutas energéticas cuya bisagra es el Golfo de México, y para capitalizar, ante su base interna, el discurso de mano dura contra los insubordinados del vecindario.
La disputa no es sólo semántica: es territorial, militar y política. América Latina puede aceptar el mapa que dibuja Washington –el del patio ordenado desde el Norte– o avanzar hacia otro, en el que la región se piense como sujeto y no como traspatio de nadie. El reto no es sólo resistir al dueño del corral, sino dejar de ser corral. Y eso implica cambiar algo más que los nombres en los mapas: exige cambiar quién los dibuja.