El pasado 17 de marzo, durante su conferencia mañanera, el presidente Andrés Manuel López Obrador emitió una serie de señalamientos en torno a las posturas de incumplimiento que han asumido dos mineras canadienses frente a sus obligaciones sociales y fiscales, y advirtió que de persistir en el desacato de las leyes mexicanas el gobierno federal podría retirarles las concesiones.
Según el Presidente, esta situación no es general, pues se trata sólo de dos casos entre cien empresas mineras que trabajan en México bajo supuestos esquemas de responsabilidad empresarial, lo que en la visión del mandatario se traduce en pago de impuestos, pago justo a los trabajadores mineros y, en último lugar, en el cuidado del ambiente.
Incomprensiblemente, AMLO puso como ejemplo de presuntas buenas prácticas a la minera estadunidense Newmont-Peñasquito en Mazapil, que hasta 2019 fue propiedad de la canadiense Goldcorp: Hay empresas que son ejemplares, [es el caso de] la minera de Mazapil, en Zacatecas, que le paga bien a los trabajadores, que ayuda a las comunidades, que cuida el medio ambiente, que no se destruya el territorio. Y pidió que todas las mineras canadienses que trabajan en México hagan lo mismo que hacen en Canadá, no queremos que hagan más que eso, que paguen impuestos como pagan en Canadá, que traten bien a los trabajadores, como sucede en Canadá, y que cuiden el ambiente, que no destruyan el territorio, como están obligados a hacer en Canadá.
Si bien es de valorar que, por primera vez, un presidente mexicano se atreve a señalar los abusos y prepotencias de dos mineras canadienses en activo, lo cierto es que también queda en evidencia que AMLO mantiene una idea equivocada respecto de lo que representa la megaminería, particularmente la canadiense. Lo mismo podemos decir del concepto que guarda sobre Canadá como país que exige a sus mineras cuidar el ambiente en territorio canadiense.
Hemos mostrado en otras ocasiones las evidencias sobre las múltiples violaciones a los derechos humanos que han perpetrado empresas mineras canadienses contra poblaciones, principalmente pueblos originarios, que en Canadá han experimentado la llegada de la megaminería a sus territorios, sobre todo proyectos de tajo a cielo abierto para extracción de metales preciosos.
Los corporativos canadienses no sólo reproducen en Canadá prácticas de despojo, de persecución judicial y criminalización de opositores a sus proyectos, sino que también aplican una narrativa verde para hacer apología de sus ecocidios, además de ayudar a las comunidades repartiendo migajas para limpiar su imagen bajo la criminal propaganda de la responsabilidad social corporativa. Cierto que en Canadá pagan impuestos, pero también obtienen enormes ventajas fiscales del Estado canadiense para estimular las inversiones bursátiles y con ello la especulación financiera en las bolsas de valores de Toronto y Vancouver, casinos del extractivismo mundial, donde los corporativos juegan con el futuro de infinidad de poblaciones y sus territorios en todo el mundo, Canadá incluido.
La narrativa sobre el cuidado del ambiente por los proyectos mineros, condición que simple y llanamente es imposible, cuanto más si se trata de megaminería de tajo a cielo abierto. Los impactos destructivos e irreversibles que en los ecosistemas y todas sus formas de vida provoca el neoextractivismo minero, sobre todo sus megaproyectos, son una verdad de Perogrullo.
Es incorrecto afirmar que Newmont-Peñasquito, en Mazapil, cuida de que no se destruya el territorio, cuando lo que en realidad está en marcha es una de las mayores catástrofes ambientales de que se tenga memoria en México, lo que no es menor cuando se considera la nutrida cantidad de irremediables desastres que en los últimos años ha heredado la megaminería, canadiense o no, a las futuras generaciones de mexicanos.
El piropo a Newmont-Peñasquito ha sido puntualmente respondido por la bióloga Marisol Aburto Zepeda, doctoranda de la UNAM, quien desde 2015 estudia las afectaciones ambientales y sociales del megaproyecto Peñasquito. Mediante una Carta al Presidente publicada en La Jornada Zacatecas el pasado 19 de marzo, Aburto le cuestiona al Presidente si conoce la zona que han destruido primero Goldcorp y ahora Newmont, porque de conocerla, jamás se hubiera dicho lo que dijo sobre esta trasnacional minera ante la evidencia de la catástrofe provocada por una de las minas a cielo abierto más grandes del mundo.
AMLO también se refirió al caso de la Minera San Xavier (MSX) como ejemplo de mal comportamiento de una empresa canadiense que, en complicidad con los gobiernos de Fox y Calderón, devastó Cerro de San Pedro. Sin embargo, el caso de MSX no se reduce a mala conducta empresarial, sino que ha sido un delito ambiental y patrimonial perfectamente documentado que se mantiene en la impunidad. Tan es así que MSX, a pesar de haber pisoteado las leyes mexicanas, mantiene la posesión de las concesiones mineras en Cerro de San Pedro. ¿Será que las mineras, canadienses o no, nos siguen viendo como país de conquista?
* Investigador de El Colegio de San Luis
La militarización, fase superior del extractivismo
Raúl Zibechi
La militarización creciente de nuestras sociedades es claro signo otoñal del sistema capitalista patriarcal. El sistema renunció a integrar a las clases populares, ya no aspira siquiera a dialogar con ellas, sino que se limita a vigilarlas y controlarlas. Antes de este periodo militarista, se encerraba a los descarriados para corregirlos. Ahora se trata de vigilar a cielo abierto a camadas enteras y mayoritarias de la población.
Cuando un sistema necesita militarizar la vida cotidiana para controlar a las mayorías, se puede decir que tiene los días contados. Aunque en realidad esos días habría que medirlos en años o décadas.
Un buen ejemplo es la herencia del régimen de Pinochet en Chile, respecto del papel central de los militares y de la policía militarizada, Carabineros, en el control social. Una de esas herencias es el control de las fuerzas armadas de los excedentes de la empresa estatal de cobre, principal exportación de Chile.
La Ley Reservada del Cobre fue aprobada en la década de 1950, cuando arreciaban las movilizaciones de trabajadores y pobres de la ciudad y del campo. Durante la dictadura militar, esa ley secreta, como su nombre lo indica, fue modificada en siete oportunidades. Recién en 2016, gracias a una filtración del diario digital El Mostrador, se supo que 10 por ciento de las utilidades de la empresa estatal de cobre se traspasan directamente a las fuerzas armadas (https://bit.ly/3tNDa0S).
Recién en 2019 la ley secreta fue derogada (https://bit.ly/2OUAiAJ), cuando las calles de Chile empezaban a arder con una seguidilla de protestas y levantamientos que arrancaron en 2011, con las resistencias estudiantil y del pueblo mapuche, y luego por las feministas.
El daño que el régimen militar infligió a la sociedad puede verse en que más de la mitad de los chilenos no votan, cuando antes votaba la inmensa mayoría; en la tremenda deslegitimación de los partidos políticos y de las instituciones estatales.
No es el único caso, por supuesto. Los militares brasileños jugaron un papel destacado en la prisión de Lula, la destitución de Dilma Rousseff y la elección de Bolsonaro.
En todos los casos, la militarización vulnera el llamado estado de derecho, las normas legales que la sociedad ha adoptado, muchas veces sin ser debidamente consultada.
En todos los casos, la militarización contribuye a destruir naciones y sociedades, porque supone entregarle porciones significativas del poder y la gestión a una institución no democrática que, de este modo, queda fuera de cualquier control.
La militarización viene de la mano de la imposición de un modelo de sociedad que hemos llamado extractivismo, un modo de acumulación de capital por el 1% con base en el robo y el despojo de los pueblos, que implica una verdadera dictadura militar en las áreas y regiones donde opera.
El militarismo se subordina a esta lógica de acumulación mediante la violencia, por la sencilla razón de que no se le pueden robar los bienes a los pueblos sin apuntarles con armas.
Militarismo se conjuga con violencia, desapariciones forzadas, feminicidios y violaciones. Por lo demás, siempre propicia el nacimiento de grupos paramilitares, que siempre acompañan las grandes obras extractivas y que si bien se los considera ilegales, como lo demuestran Colombia y México, son entrenados y armados por las fuerzas armadas.
Ahora sabemos que el gran beneficiario del Tren Maya serán las fuerzas armadas, a las que el gobierno de López Obrador le ha concedido todos los tramos, añadiendo que se trata de un premio a esa institución (https://bit.ly/39aURjh).
Hay más de una similitud con el caso del cobre en Chile.
La primera es la entrega directa de los beneficios, con lo que cualquier gobierno consigue fidelidad de los uniformados a los que, en realidad, se subordina.
La segunda es el argumento de la seguridad nacional que esgrimen los gobiernos. En Chile era la lucha contra el comunismo. En México la frontera sur, con el argumento de la migración y el tráfico.
La tercera es que la militarización es tanto un proyecto como un modo de gobernar. Le siguen los aeropuertos, el orden interno y los más variados aspectos de la vida. Por la fuerza, consiguen trastocar la legalidad a su antojo, como las normativas presupuestales.
Observamos procesos de militarización desde Estados Unidos, Rusia y China, hasta en el conjunto de los países latinoamericanos. Consiste en el control de geografías rurales y urbanas por hombres armados al servicio del capital, para controlar a los pueblos que resisten el despojo.
No se trata de la maldad de un presidente o de un gobierno. Ese extremo no lo pongo en duda, pero no es lo central. Estamos ante un sistema que para estirar su agonía necesita implementar figuras nacidas en el siglo XX, que son los temas de Giorgio Agamben: el estado de excepción como forma de gobierno, la guerra civil legal contra los no integrables y el campo de concentración a cielo abierto vigilado por paramilitares.