El triunfo electoral obtenido el 18 de octubre pasado por la fórmula Luis Arce-David Choquehuanca, postulados por el Movimiento al Socialismo (MAS), constituyó una hazaña de la otrora nación clandestina. Se trata de una victoria con un enorme significado para América Latina: derrotó el golpe en las urnas y pacíficamente, restauró la democracia, llamó a la reconciliación e implicó una autocrítica a los errores cometidos al final de la gestión de Evo Morales y Álvaro García Linera. Además, infligió una derrota a Donald Trump y al ex director de la CIA Mike Pompeo y restauró el ímpetu de independencia e integración latinoamericana.
El movimiento social en Bolivia está retomando un proceso de descolonización de la política. La colonia, la república, el neoliberalismo y el reciente golpe persiguieron y reprimieron el pensamiento, la ética y las prácticas comunitarias de la población indígena. Como acertadamente ha planteado Rafael Bautista ( La descolonización de la política. Introducción a una política comunitaria) el capitalismo y la sociedad occidental moderna colonizaron al Estado republicano. En la actualidad, como señala el filósofo paceño, la descolonización implica repensar los conceptos capitalistas europeos y analizar críticamente la hegemonía de una tradición filosófica que ha negado el valor de otras tradiciones filosóficas y políticas. El rencuentro con la riqueza de otras tradiciones intelectuales permitirá postular otra forma de polis latinoamericana construida a partir de perspectivas comunitarias y de liberación.
La movilización desde abajo que permitió el triunfo de la fórmula Arce-Choquehuanca se reconstruyó mediante una juiciosa reflexión colectiva que implicó una profunda autocrítica y la recuperación de los valores originales. El golpe, sin duda condenable –reflexionaron muchas asambleas indígenas, campesinas y de trabajadores–, fue posible en el contexto de un proceso de debilitamiento del último gobierno de Evo Morales provocado por el surgimiento de fenómenos como: el personalismo, el intento de relección, el tráfico de influencias, la corrupción, cierta tolerancia al acoso laboral a las compañeras, las concesiones a las élites económicas y el paulatino desplazamiento de los cuadros indígenas en las áreas de gobierno. La irrupción de las desviaciones mencionadas crearon condiciones de vulnerabilidad política y nutrieron una oposición heterogénea y desorganizada que en principio incluía desde fuerzas realmente de izquierda desgajadas del gobierno hasta fuerzas de ultraderecha. En algún momento la extrema derecha apoyada desde el exterior se apoderó de la oposición y la condujo al golpismo. El ejército forzó la renuncia de Evo Morales. Una vez en el poder, esa ultraderecha recurrió numerosas veces a la violencia contra protestas pacíficas. Quemó la Wiphala. Impuso la Biblia. Armó listas negras de militantes. Incendió casas de gobernadores. Vapuleó a alcaldes. Solapó a un grupo paramilitar que golpeó a las bartolinas en Cochabamba. Acechó a las personas en las redes. La corrupción se generalizó escandalosamente. El gobierno de facto infligió mucho sufrimiento al pueblo y destruyó vertiginosamente las conquistas sociales y económicas alcanzadas desde 2006. Actualmente hay 43 procesos abiertos por fenómenos como el robo del dinero destinado a la pandemia o la compra de respiradores artificiales a sobreprecio.
La reacción al golpe fue lenta y confusa. Quienes respondieron rápido y contundentemente fueron masacrados en Senkata y Sacaba. El MAS y otros movimientos comenzaron una intensa discusión interna, una reflexión sobre la forma en que se fue desvirtuando el proceso original y plantearon la necesidad de renovar cuadros.
Como ha planteado Orietta E. Hernández Bermúdez, en El camino a la recuperación de la democracia en Bolivia es un campo minado ( América Latina en Movimiento, 29/10/20) la victoria del pasado 18 de octubre fue una hazaña del pueblo boliviano, en medio de obstáculos que parecían insalvables: la existencia de un activo y racista gobierno de facto, las injustificables acusaciones de terrorismo contra Evo Morales y la postergación de las elecciones en tres ocasiones. La presidenta de facto Jeanine Áñez, aún en su puesto, calificó recientemente a los masistas de indios y bestias salvajes.
Luis H. Antezana nos recuerda en Dos conceptos en la obra de René Zavaleta: formación abigarrada y democracia como autodeterminación (en el libro Pluralismo epistemológico) que René Zavaleta afirmó que en Bolivia existía un desfase entre el Estado y la sociedad civil, una reducción histórica, oligárquica, señorial, ciega y ajena a las cualidades sociales reales de la sociedad boliviana, marcadamente indígena. De acuerdo con el sociólogo boliviano, en 1952 “las impolutas hordas de los ‘que no se lavan’ [como los llamaban las élites] entraron en la historia cantando siempre”. Podemos agregar que volvieron a irrumpir en 2005 y se hicieron presentes una vez más en 2020 reinventándose a sí mismas. Aunque obviamente el camino está lleno de retos y tentaciones, la puesta en juego de una política comunitaria será importante en un nivel local, pero muy probablemente relanzará la diplomacia del buen vivir y contribuirá a la lucha del sur global en la búsqueda de soluciones a las múltiples crisis empalmadas que estremecen al mundo.
*Doctor en historia por la UNAM. Profesor de tiempo completo de la Facultad de Filosofía y Letras de esa universidad
Desde el otro lado
El gran suspiro
Arturo Balderas Rodríguez
Desde el momento en que se anunció que Joe Biden había llegado a los 270 votos electorales necesarios para ganar la presidencia, se escuchó un gran suspiro de alivio en todo Estados Unidos y seguramente en muchas otras naciones.
El país salió del estado de coma inducido por Donald Trump en los pasados cuatro años, y de la angustia de las recientes 72 horas por la guerra de declaraciones y especulaciones sobre el resultado final, del lento y desesperante conteo de votos. Al margen de que Trump y su equipo de campaña decidan hacer buena su promesa de demandar ante las cortes los resultados de la elección, no parece haber evidencia suficiente para que el resultado se revierta. A bote pronto, se hacen algunas observaciones sobre la elección.
Aunque Biden obtuvo cuatro millones más de votos que Trump, no fue el aplastante triunfo que algunos oráculos de la política auguraron.
Absurdo, pero en términos relativos y absolutos, Trump aumentó el número de votos a su favor con respecto a la elección de 2016. A sus votantes no les importaron los escándalos que su administración protagonizó a lo largo de cuatro años y su pésimo manejo de la pandemia, cuyo saldo hasta hoy es la muerte de 240 mil personas.
Hoy, el país está más dividido que nunca; el centro político parece haberse erosionado en aras de la polarización entre liberales y conservadores, para decirlo más claro entre la izquierda y la derecha.
En 2016, 30 por ciento del electorado latino votó por Trump. Según cifras provisionales, esta vez aumentó a 35 por ciento. Al parecer, los cubanoamericanos de Miami fueron determinantes en ese aumento. (En el excelente documental 530 votos se pueden encontrar algunas explicaciones del fenómeno).
Con independencia de cómo se resuelva la transición y transmisión de poderes, las miradas estarán puestas en la segunda vuelta para elegir a dos senadores de Georgia, donde los candidatos empataron. De esa elección, cuyo gasto de campaña será astronómico, dependerá si hay un empate en el Senado o alguno de los partidos obtiene mayoría. Biden pudiera gobernar más desahogadamente si los demócratas obtienen la mayoría, y sortear los obstáculos que los republicanos seguramente le impondrían. En la Casa de Representantes los demócratas conservaron su mayoría a pesar de haber perdido una decena de escaños.
Sólo queda por agregar que tuvieron razón quienes advirtieron que no le arrebataran la pala a Trump. Él sólo estaba cavando su tumba.