Hermann Bellinghausen
Los caminos del dolor en busca de los desaparecidos (esa aberración conceptual) son duros. Cómo no agradecer que alguien esté dispuesto a caminarlos, y más aún, a desentrañar científicamente los misterios de estas desapariciones, dar con sus restos humanos y permitir que cierren las heridas de quienes viven en la incertidumbre y el vacío emocional. Hace 35 años se estableció un grupo pionero, hoy ejemplo a escala internacional, que recorre tales caminos, acude a las fosas y aniquila las mentiras del poder, por mucha verdad histórica que les quieran imponer. El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) nació para la búsqueda de los borrados durante la guerra sucia y la dictadura en su país. Gracias a las consecuencias políticas y jurídicas de sus hallazgos, su labor planteó un paradigma de valor universal. Por terrible que resulte, es indispensable escarbar terrenos o dragar estanques para localizar e interrogar a los huesos, que siempre dicen la verdad. Por eso desaparecen.
Al calor de la inefable Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el EAAF recibió el Premio Latinomericano Juan Gelman de Ciencias Sociales. Mara la Madrid, viuda del poeta, entregó el reconocimiento que conceden por primera vez el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) y la Universidad Nacional de Quilmes. La ocasión permitió presentar el libro Ciencia por la verdad (Buenos Aires, 2019), que conmemora los 35 años del EAAF. Allí se cuentan muchos episodios de su andar, no todos. Están, por supuesto, las experiencias en Ciudad Juárez y en torno a los 43 de Ayotzinapa, que ganaron para el equipo la gratitud y la admiración de familiares, activistas y organizaciones sociales. Pero su espectro es mucho mayor.
El EAAF consolida una incómoda disciplina forense guiado por Clyde Snow, especialista texano, de quien aprendieron que uno puede trabajar durante el día y llorar por la noche. La arqueología del pasado reciente, que todavía duele, combate la impunidad, normal cuando masacres, persecuciones y guerras civiles hacen lo suyo sin consecuencias legales. La experiencia argentina, y por extensión uruguaya, de los años 70, requirió de una verdad que sólo los muertos mismos podían revelar.
Pronto, su labor devino necesaria en el mundo entero. Viajaron a Kurdistán, luego fueron convocados por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia a investigar las masacres en Bosnia, Croacia y Kosovo. Con el tiempo acudieron a Etiopía, Haití, Surinam, Sierra Leona, Togo, Zimbabue, Timor Oriental, Tailandia, Vietnam, Líbano, Chipre, Chad, Kenia, Ucrania, Georgia, Irán, Irak, Paraguay, Honduras, El Salvador, India, Sudáfrica, Canadá, España y Bolivia. En años recientes, indagaron los feminicidios y la desaparición de migrantes y víctimas del crimen organizado en México.
De su reporte se desprende una toponimia de la infamia: El Mozote, Campo Algodonero, Playa Santa Teresita, Cocula, Canal San Fernando, Dos Erres, Kotebe, Patio 29, Arsenal de Tucumán, Raboteau, Birjinni. El EAAF ha hurgado la ruta de los centroamericanos en su camino al norte. En el siglo XXI México se convirtió en cementerio oculto para miles de desaparecidos propios y ajenos. Somos el país de las fosas, las barrancas, los basureros.
Al menos ahora los desaparecidos no están solos, ni sus deudos. Pensemos que hasta hace poco aquí nadie contaba los muertos, en especial indígenas, cuando eran reprimidos. No tenían nombre, ni número, ni sepultura, ni familia que los reclamara. No existían. Un 15 de junio de 1980, por ejemplo, ocurrió en Chiapas una masacre de indígenas que casi de inmediato fue olvidada. El Ejército federal, comandado por el general Absalón Castellanos Domínguez, y un grupo de ganaderos con uniforme militar, atacaron con gran capacidad de fuego a la comunidad inerme de Wololchán (o Golonchán, municipio de Sitalá). Oficialmente hubo 12 muertos, pero tanto terratenientes como líderes campesinos coinciden en que fue mucho mayor el número (Enemigos íntimos: terratenientes, violencia y poder en Chiapas, Aaron Bobrow-Strain, Cimsur-UNAM, 2015). Las decenas de heridos se curaron como pudieron. Las familias desalojadas fueron dispersadas, perseguidas, ignoradas. Y muchos de sus caídos quedaron por ahí, en fosas clandestinas. No sólo no se investigó el crimen, el general Castellanos Domínguez fue premiado con la gubernatura.
El rescate de los desaparecidos ataja la inhumanidad de sus ausencias. Especialistas como el EEAF, como a su modo periodistas y grupos que asisten a sobrevivientes y familiares, deben estar preparados para tener luego que curarse y vivir con las cicatrices de la verdad. Con ellas también se construye.
La inolvidable protagonista de El fantasma de Anil, novela de Michael Ondaatje, es una antropóloga forense originaria de Sri Lanka (como el escritor mismo) que regresa a su país tras 18 años de ausencia. Formada en el extranjero y destacada en Guatemala y otras locaciones del horror, la conmociona encontrar en su tierra natal la muerte fresca y la muerte seca. Acude a la poesía para recuperar su humanidad. Y, sin embargo, las más oscuras tragedias griegas parecen inocentes comparadas con lo que ocurre aquí. A manera de conjuro, la poesía recorre el reporte del EEAF: Vallejo, Gelman, Neruda, el kurdo Sherko Bikas o la buscadora de desaparecidas Susana Chávez, quien desde Ciudad Juárez escribiera antes de ser asesinada: Así voy en mí misma / perdiendo la cuenta / de tus huesos.