En su último acto público como secretario de Gobernación de la administración saliente, Alfonso Navarrete Prida dijo ayer que tocará al próximo gobierno emprender, con base en la recomendación final de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) sobre la barbarie perpetrada en Iguala el 26 y 27 de septiembre de 2014, la búsqueda de una verdad que haga justicia, la real, la auténtica que demandan todos los mexicanos. De esta forma, el funcionario descalificó implícitamente el discurso oficial sostenido a lo largo de más de cuatro años, en el sentido de que los 43 normalistas que fueron víctimas de desaparición forzada a manos de los cuerpos del orden en aquellas fechas habían sido asesinados e incinerados en el basurero de la vecina Cocula, historia que fue presentada y defendida como la verdad histórica.
Al presentar el voluminoso informe, el ombudsman nacional estableció que lo ocurrido aquella noche y madrugada siguiente, en la que fueron asesinadas seis personas, desaparecidas 43 y lesionadas 42, sólo puede explicarse por la infiltración de la delincuencia organizada en los tres niveles de gobierno, y que el crimen habría podido evitarse porque diversas autoridades, tanto a nivel federal como local y municipal, sabían que las cosas estaban descompuestas y contaminadas y que, sin embargo, nadie hizo nada para evitar la tragedia. A ello ha de agregarse que la posterior investigación realizada por la Procuraduría General de la República (PGR) se desarrolló al margen de la ley, fue poco profesional y omisa en diversos aspectos, y a más de 50 meses de los hechos, la justicia no ha llegado. Peor aún, el agravio ha sido profundizado por la exasperante falta de voluntad política de esclarecerlo.
Tales conclusiones son compartidas por el generalizado sentir social en torno al caso más emblemático de violaciones a los derechos humanos en el sexenio de Enrique Peña Nieto, un periodo en el que la falta de observancia de tales derechos llegó a una nueva sima, algo que parecía casi impensable tras la catástrofe del calderonato y los saldos trágicos de su guerra contra la delincuencia. Lo cierto es que tanto en este ámbito como en los de la corrupción y las cesiones de soberanía en todos los órdenes, la última presidencia priísta igualó y superó, para mal, el balance de las administraciones panistas previas, hasta el punto que el gobierno que hoy termina será recordado como uno de los más desastrosos para los derechos humanos.
De esta manera, el periodo que va de 2006 a 2018 será recordado, sin solución de continuidad entre las dos administraciones que transcurrieron en él, por las ejecuciones extrajudiciales, los levantones y las desapariciones forzadas, la tortura, la fabricación de culpables como distorsión regular de la procuración de justicia, la impunidad entronizada y el desinterés de las autoridades por la vida y la integridad de los ciudadanos. Toponimias como Allende, Coahuila; San Fernando, Tamaulipas; Tlataya, estado de México; Iguala, Guerrero; Tanhuato, Ostula y Apatzingán, Michoacán, y Nochixtlán, Oaxaca, son ya marcas de la historia de esta docena trágica, pero también heridas y expedientes abiertos que siguen reclamando verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición.
Por lo que hace a la atrocidad perpetrada en Iguala, la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, que inicia mañana, tiene en su pleno esclarecimiento un primer desafío. Es alentador el hecho de que el aún presidente electo haya establecido como primer punto de su agenda para el lunes 3 de diciembre un encuentro con los familiares de los muchachos desaparecidos. Cabe esperar, por lo demás, que el próximo gobierno se deslinde de manera radical de la catastrófica estrategia de seguridad pública vigente desde 2006 y que cumpla con sus promesas de restablecer la paz en el país y observar el más escrupuloso respeto a los derechos humanos.