Gustavo Gordillo
Mientras la oposición a Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no logre sobreponerse a la idea de que el tabasqueño puede ganar ampliamente en las elecciones, le será imposible construir un polo de oposición a su candidatura que al mismo tiempo sea competitivo y que pueda intentar derrotarlo en las urnas.
Si las intenciones de voto parecían que pulularían entre el antipriísmo o el antiobradorismo, ahora parece claro que el antipriísmo es galopante y cada vez conquista nuevos adeptos. En síntesis, se quiere cambio de régimen.
Cambio de régimen. Ahora bien, en qué consiste ese mentado cambio de régimen. Para el Frente significa gobierno de coalición y mayor protagonismo del Congreso. Para Morena –cada vez es más claro– consiste en librar al Estado del secuestro por los poderes fácticos. La frase exacta de AMLO en la mesa de debate de Tercer grado fue separar el poder económico del poder político.
Los cambios que se requieren. Tienen desde luego que ver con el combate a la corrupción, como con otra estrategia de seguridad pública, porque la seguida ha fracasado estrepitosamente. Hay temas acuciantes como el de la educación, el de una adecuada atención al campo, de una política que efectivamente combata la desigualdad y la pobreza, de un amplio programa de infraestructura y de una política integral y audaz en ciencia y tecnología; sólo por mencionar algunos.
El tema central de estas elecciones. Pero el hilo conductor de éstas es un asunto al tiempo racional y emocional. Es un sentimiento de desamparo que lleva o a la desesperanza o a la rabia. La gente se siente abandonada por el gobierno. El abandono puede ilustrarse en la carencia de efectiva protección social, de acceso a educación adecuada, de ausencia de mecanismos de impulso productivo y social a la juventud, de falta de mecanismos seguros para navegar en la vida en condiciones de discapacidades o para la tercera edad. En el trasfondo de todo ello, están las terribles condiciones de inseguridad que priman en el país. Las imágenes que parecen ser sacadas de películas apocalípticas, son la realidad cotidiana de madres, padres, hijos y amigos buscando en los cementerios entre restos de huesos humanos aquellos que podrían corresponder a sus seres queridos. Además de dolorosas, son prueba macabra de la ausencia de Estado, pero también llamado urgente a todos los ciudadanos a actuar. Aquí está el primer hilo de una narrativa necesaria para reconstruir al país.
La crisis del Estado. De 2000 a 2017 se han desarrollado varios procesos que afectan la manera en que se desarrollarán las elecciones en 2018. En primerísimo lugar, la debilidad institucional de los gobiernos, en parte producto de la inercia, pero en gran parte resultado de políticas deliberadas. Al diablo con las instituciones no parece ser consigna de un partido o candidato, sino divisa de gobierno en los últimos 17 años. En segundo lugar, hay una grave crisis de representación que comenzó a fines de los noventa, cuando el rechazo al formato corporativo no llevó al desarrollo de otras formas de intermediación. El papel de la intermediación política se fragmentó y se convirtió en negocio lucrativo de entes privados mucho más allá de las labores de cabildeo. La enorme proliferación de organismos no gubernamentales permite tener eficacia en temas específicos relacionados con los derechos humanos; pero no alcanza aún a cuajar una oferta política convergente. Éste sería el segundo eje de la narrativa para reconstruir el país.
La nueva narrativa debe ser pensada en un contexto en que resalta un rasgo definitorio –la fragmentación social, política y electoral– que transporta un alto grado de ingobernabilidad en los ámbitos nacional, estatal y municipal. Los tres temas centrales: la inseguridad, la corrupción y la impunidad están interconectados, y conducen a una pregunta estratégica: ¿cómo gobernar en una nación fragmentada?
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