A toda acción corresponde una reacción igual pero en sentido contrario, por lo que las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en sentido opuesto, postula la Tercera Ley de Newton. Este principio físico describe perfectamente lo que ocurre con la reacción mexicana en la segunda mitad del presente sexenio. Conforme el gobierno de Andrés Manuel López Obrador profundiza y acelera el programa de cambios establecido por mandato popular, los partidarios del régimen oligárquico derrotado en 2018 responden con una intensificación de sus ataques y sabotajes a la Cuarta Transformación (4T) y a sus promotores.
Los reaccionarios carecen de programa político. El que tenían se fue a pique en el sexenio de Peña Nieto y sus ideólogos tradicionales fueron incapaces de formular uno nuevo o, al menos, de parchar el viejo. Actúan, en consecuencia, guiados por el antiprograma de decir no a todos y cada uno de los objetivos de la 4T. Por principio, y valga la redundancia, los reaccionarios actúan de manera reactiva: no al uso de Palacio Nacional como sede del Poder Ejecutivo, no al combate al huachicol, no a creación de la Guardia Nacional, no al Plan Nacional de Desarrollo, no a la estrategia de paz y seguridad, no a los programas sociales de bienestar, no a la reforma educativa, no a la reforma laboral, no a la prohibición del outsourcing, no al Tren Maya, no al Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, no a la refinería de Dos Bocas, no a la Escuela es Nuestra, no a la recuperación de la soberanía, no a la estrategia de instigación de la pandemia, no a la campaña nacional de vacunación, no a la erradicación de la corrupción en la adquisición de medicinas, no al fortalecimiento de la Comisión Federal de Electricidad, no, no, no. No a cualquier cosa que provenga de la primera presidencia instaurada por y para el pueblo.
Algunas de estas negativas, y las campañas de opinión basadas en ellas, están motivadas por la defensa de intereses inmundos e inconfesables, como las guarderías subrogadas, el negocio del abasto de insumos médicos, la especulación inmobiliaria que la oligarquía había diseñado en torno a la construcción del aeropuerto en Texcoco o la preservación del expolio eléctrico por parte de grandes consorcios energéticos a expensas del patrimonio nacional. En otros casos se busca utilizar los actos del gobierno con meros propósitos de golpeteo político, como en el caso de la virulenta campaña emprendida por ex secretarios de Salud y algunos expertos instantáneos contra el exitoso manejo de la crisis epidémica por parte del equipo que encabezan los doctores Jorge Alcocer Varela y Hugo López-Gatell. Para unas y otros existe una pujante industria dedicada a fabricar argumentos falsos con variadas capacidades de intoxicación de la opinión pública.
Por otra parte, la reacción mantiene un constante seguimiento de accidentes y desgracias para construir ofensivas mediáticas contra la 4T. En esta vertiente todo resulta útil: desde el alza de la inflación –que, como sabe toda persona con honestidad intelectual, es un fenómeno planetario– hasta los episodios e indicadores de la violencia delictiva –remanente de la colosal descomposición inducida por la propia oligarquía neoliberal–, pasando por desastres causados por fenómenos naturales, el número de fallecimientos por la pandemia de covid-19 o la catástrofe de la línea 12 del Metro capitalino. Esta última ha sido capitalizada de manera particularmente pérfida para calumniar por igual a Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard o Mario Delgado y hasta para pervertir el trabajo de la firma de peritajes DNV mediante fugas de información y la infiltración de un abogado de la mafia desplazada del poder presidencial.
Otra línea de acción de este antiprograma es la suma de informaciones tergiversadas y descalificaciones tendenciosas, disfrazadas de opiniones expertas, que produce la tecnocracia enquistada en organismos autónomos (véase, por ejemplo, https://is.gd/LcdIZ3) y en organizaciones privadas apolíticas, tanto nacionales como extranjeras que han encontrado sus muy variados modelos de negocio en la producción de discurso ambientalista, feminista, de derechos humanos o de evaluación de políticas públicas y que cuentan en muchos casos con financiamiento europeo y estadunidense.
Por último, está también el caldo de odio puro, sin asomo de argumento, hecho a base de mentiras e insultos, producido para su dispersión en redes sociales y que, a juzgar por sus más recientes andanadas, ha de costarle un dineral a los honorables capitanes que financian las campañas de coproaspersión en contra de López Obrador, gobierno, los dirigentes y militantes de Morena y el movimiento obradorista en general.
En lo que resta del sexenio el ritmo de la transformación no se va a detener y conforme los reaccionarios vayan perdiendo más negocios, privilegios y espacios de poder, acentuarán su virulencia. Cabe esperar al menos que la mantengan en el terreno del discurso.
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Cuando la guerra ya no salva al sistema
Raúl Zibechi
Muchos datos apuntan que las grandes empresas del complejo militar-industrial están obteniendo jugosos beneficios desde el comienzo de la invasión rusa a Ucrania. Pero otros datos aseguran lo contrario; dicen que la crisis capitalista se está profundizando: la amenaza de recesión en Estados Unidos, el aumento de los precios en todo el mundo o las dificultades de China para mantener las cadenas globales de suministro, por poner algunos ejemplos.
Podemos acordar con William I. Robinson en que las guerras han ayudado al capitalismo a superar sus crisis y que desvían la atención sobre el deterioro de la legitimidad del sistema (https://bit.ly/3vDQjNV).
Su concepto de acumulación militarizada, fusión de la acumulación privada con la militarización estatal, resulta útil para comprender los procesos en curso (https://bit.ly/3Fb5RMa). Considera la represión como necesaria para sostener la acumulación de capital en este periodo de crecientes protestas sociales.
Sin embargo, es probable que estemos ante la radicalización de las élites globales, que parecen dispuestas a provocar un genocidio masivo contra una parte de la población del planeta, si llegan a creer que sus intereses están en peligro. De hecho, la destrucción del planeta sigue avanzando, pese a las declaraciones y convenios que dicen defender el medio ambiente.
Cada vez que un modo de resolver situaciones entra en crisis, las élites escalan hacia otro modelo más destructivo aún. Como la guerra ya no alcanza para asegurar la acumulación indefinida de capital, se la emplea con otro objetivo: mantener a las clases dominantes en su lugar de privilegio cuando se agote el capitalismo.
Creo que las tesis de Robinson, interesantes de por sí, así como las de otros analistas, no toman en cuenta que no estamos ante situaciones similares a las dos guerras mundiales del siglo XX, o a la guerra fría, sino ante nuevas derivas sistémicas. En rigor, ya no debemos hablar de represión, ni de crisis, porque las mutaciones en curso desbordan dichos conceptos.
En primer lugar, porque nunca Occidente había sido desafiado por naciones no europeas, como China, que fue víctima del colonialismo y el racismo que aún perduran, y de qué modo, en las relaciones internacionales. Esto no quiere decir que las élites chinas sean menos opresoras que las occidentales. O bien que sean algún tipo de alternativa, ya que todas razonan del mismo modo.
No estamos sólo ante conflictos por la preeminencia dentro del capitalismo occidental, como fueron las guerras anteriores. Ahora el factor racial tiene un peso determinante y, por tanto, las élites occidentales no dudan –como hicieron en Irak y en Afganistán– en destruir naciones enteras, incluyendo a sus pueblos.
Las invasiones se miden con varas distintas según intereses geopolíticos y el color de piel de las víctimas. En el mismo momento en que el ejército ruso invade Ucrania, el de Turquía está invadiendo territorios kurdos en el norte de Siria, pero los grandes medios no le conceden la misma importancia (https://bit.ly/3P7PxAu).
En segundo lugar, no debemos pasar por alto la revolución mundial de 1968, ya que nos coloca ante realidades completamente diferentes: los pueblos se han organizado y están en movimiento. Este es el dato central, no tanto las crisis económica y política. Los pueblos, originarios, negros y mestizos en América Latina, los pueblos oprimidos del mundo, están colocando límites al capital que éste considera insostenibles. Por eso ataca con paramilitares y narcos.
La tercera es consecuencia de las dos primeras. Estamos ante algo que supera las crisis y resulta mucho más profundo: la descomposición del mundo que conocemos, crisis de la civilización moderna, occidental y capitalista, que es mucho más que la crisis del capitalismo entendido como mera economía.
A grandes rasgos, la situación creada en 1968 puede resolverse con la instalación de un nuevo sistema, menos desigual que el actual, o con la aniquilación de los pueblos. Creo que estamos ante una inédita amenaza porque las élites (de todo el mundo) sienten que los pueblos oprimidos amenazan sus intereses, como nunca lo habían sentido desde 1917.
Estamos en una transición hacia algo que desconocemos, que puede ser dramático, pero que tiene más la forma de descomposición que de tránsito ordenado. Como decía Immanuel Wallerstein: de las transiciones controladas nacieron nuevas opresiones. Por eso debemos perder el miedo al derrumbamiento del actual sistema que puede ser anárquico, pero no necesariamente desastroso*.
El problema es que no tenemos estrategias para afrontar este periodo. Con la notable excepción del zapatismo, tampoco hemos construido saberes y modos de hacer para resistir en sociedades militarizadas, en las cuales los de arriba le apuestan a la violencia genocida para seguir dominando. No es sencillo, pero deberíamos trabajar en ello o resignarnos a ser objeto de los poderosos.
* En Marx y el subdesarrollo.