viernes, 30 de abril de 2021

Reforma migratoria: intenciones y realidad.

En el discurso por sus primeros 100 días de gobierno, el presidente Joe Biden presentó una propuesta de ampliación del gasto social sin precedente en décadas, con 1.8 billones de dólares para la expansión de programas de asistencia social y educación, cuyo propósito central es reducir las enormes desigualdades que atraviesan a la sociedad estadunidense. Este proyecto de reconstrucción social y económica suma alrededor de 6 billones de dólares, con el plan de infraestructura presentado hace dos semanas y los estímulos económicos ya aprobados para paliar los efectos de la crisis causada por la pandemia, y se integra también una histórica iniciativa de reforma migratoria que incluye vías para regularizar a 11 millones de indocumentados.
En su alocución, el mandatario demócrata llamó a terminar la agotadora guerra contra la inmigración. Apelando a los sectores conservadores –mayoritariamente republicanos, pero también dentro de su partido– que han frenado todo intento de arreglar la inoperante política de su país en la materia, Biden recordó que la migración siempre ha sido esencial a Estados Unidos y pidió poner fin a los pretextos: Si creen que necesitamos una frontera segura, apruébenla. Si creen en una vía hacia la ciudadanía, apruébenla. Si realmente quieren resolver el problema, les he enviado el proyecto; ahora, apruébenlo.
Tanto la voluntad de acotar la lacerante pobreza que padecen millones de personas en la nación más rica del mundo como la iniciativa para reconocer el inestimable papel de los migrantes y abrirles una vía a la ciudadanía resultan encomiables y suponen un saludable contraste con el discurso insensible y xenófobo del ex presidente Donald Trump. Sin embargo, no puede soslayarse que en los primeros 100 días de la administración demócrata se ha ahondado el abismo entre los propósitos expresados y las realidades vividas: sólo en marzo, 170 mil aspirantes a visas fueron expulsados del territorio estadunidense y, pese a que se puso fin a la brutal política trumpiana de tolerancia cero, apenas fueron admitidos unos cientos de solicitantes de asilo.
Además de la brecha entre el cambio discursivo y la continuidad fáctica, la inercia del Poder Legislativo se erige como un obstáculo formidable ante los millones de personas que esperan para ingresar al territorio estadunidense o para obtener los documentos que acrediten su residencia legal. En efecto, históricamente el Congreso del vecino país del norte ha sido la instancia donde queda entrampado cualquier intento de resolver en términos sensatos, realistas y humanitarios el drama de quienes llegan a ese territorio en busca de oportunidades laborales o para escapar de la violencia, por lo que las esperanzas de los migrantes se encuentran a expensas de representantes y senadores que, hasta ahora, se han conducido con pasmosa mezquindad.

El narcoestado
Pedro Miguel
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador “ha adoptado una actitud de ‘dejar hacer’ ante los cárteles (del narcotráfico), lo cual es obviamente problemático para nuestro gobierno”. Dejó ir a Ovidio Guzmán porque no quería tener un derramamiento de sangre más generalizado en Culiacán. Fue simplemente un momento terrible. La verdad es que el Ejército Mexicano fue superado en armas. Y sobre el atentado que sufrió el secretario capitalino de Seguridad, Omar García Harfush, presumiblemente orquestado por el cártel Jalisco Nueva generación, Landau dijo: Nunca había habido un ataque tan descarado como en el corazón de la Ciudad de México. Y, para mi sorpresa, el gobierno mexicano básicamente no hizo nada.
Estas fueron algunas de las frases pronunciadas por el ex embajador de Washington en México, el carismático Christopher Landau, durante una videoconferencia del Consejo de Embajadores de la nación vecina el pasado 21 de abril.
Tales quejas no empañan la percepción fundamentalmente empática del diplomático estadunidense hacia México ni son, cabe pensar, una postura personal; reflejan, en cambio, la cándida visión que comparte buena parte de la clase política estadunidense en torno a los asuntos de las adicciones, las drogas prohibidas y el combate al narcotráfico: si todo eso existe es porque los gobiernos de las naciones productoras y de tránsito carecen de la voluntad para combatir y erradicar a las mafias que envenenan a la sociedad estadunidense a pesar de los esfuerzos de Washington, cuyo gobierno invierte astronómicas sumas en asesoría, equipamiento, inteligencia y hasta persecución in situ de los narcos.
Tal visión es, por supuesto, grotescamente falsa: ningún país de la Tierra es más merecedor de la clasificación de narcoestado que Estados Unidos. Las drogas suaves y duras, naturales y sintéticas, están entreveradas en todas sus expresiones y dimensiones en la historia y en el presente de la superpotencia: ningún otro gobierno se ha involucrado tanto con mafias (propias y extranjeras) dedicadas al comercio de estupefacientes; ninguna otra nación tiene una cantidad semejante de adictos; ninguna otra tiene a tantas instituciones involucradas en la siembra, producción y trasiego de estupefacientes en el globo terráqueo; ninguna otra ha negociado con peligrosos delincuentes tantos pactos de impunidad a cambio de colaboración legal; ninguna ha enviado a los cárteles –desde Afganistán hasta Sinaloa– tales cantidades de equipamiento militar; ninguna otra ha promovido con tanta obsesión la prohibición de ciertas drogas ni alentado con tanto ahínco el asesinato de quienes se dedican a producirlas y venderlas; ninguna ha utilizado con tanta asiduidad el combate al narcotráfico como instrumento de una política exterior injerencista; ninguna ha sido tan tolerante con narcogobiernos de países periféricos y, desde luego, en ningún lugar del mundo se lavan ganancias del narcotráfico en cantidades tan elevadas como en Wall Street.
La candidez o la hipocresía –o ambas cosas– se expresan nítidamente en el reproche de Landau sobre el Culiacanazo: El Ejército Mexicano fue superado en armas. Y sí, pero el diplomático no mencionó que tal situación se debió a la posesión, por parte de los delincuentes, de fusiles Barrett calibre .50 (M82), fabricados en Estados Unidos, y que llegan a los cárteles porque Washington deja hacer a sus comerciantes de armas o porque se los envió la propia oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego en operativos como Rápido y furioso y Receptor abierto.
Y la tenebrosa afición estadunidense a las salidas violentas queda de manifiesto en la queja de que el gobierno mexicano básicamente no hizo nada tras el atentado contra García Harfush, una afirmación groseramente falsa: se detuvo a 12 sicarios en el sitio del ataque y en las siguientes horas, a siete más, en distintas localidades; esas 19 personas están encarceladas y sujetas a proceso y la investigación prosigue; además se decomisaron 13 vehículos, cinco M82, un lanzagranadas, otras 40 armas de distintos calibres y diversos pertrechos. Pero para ciertas mentalidades hacer algo significa emprender acciones bélicas de gran calado, combates a granel y, ¿por qué no?, bombardeos desde tierra y aire sobre posibles escondites de los malhechores. Hollywood deja marca.
Tal vez sea tiempo de que la clase política, el funcionariado y la diplomacia estadunidenses pongan sobre la mesa la infinita incongruencia y la proverbial hipocresía con que el poder político en Washington aborda las adicciones y el tráfico de drogas, empiecen por reconocer que el suyo es un narcoestado, hagan de una vez por todas una crítica a la guerra contra las drogas –una guerra que ellos nunca han puesto en práctica en su propio territorio– y se resuelvan a emprender un cambio de paradigma en estas materias como el que se está explorando en México.
Ojalá. Por su propio bien y por el nuestro.
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