jueves, 11 de marzo de 2021

Los Miramón y Mejía en el siglo XXI

Napoleón Gómez Urrutia
La semana pasada se discutió y analizó la iniciativa de reforma a la Ley de la Industria Eléctrica nacional en el Senado de la República, la cual fue aprobada por mayoría de 68 votos contra 58, después de una sesión que se prolongó por casi 15 horas. No fue fácil convencer y probablemente no se logró, aunque algunos votan por consigna, a los integrantes de los partidos de oposición: PAN, PRI, PRD, MC y Verde, dado que la línea política que expresaron y repitieron hasta el cansancio todos sus oradores no les permitía reconocer argumentos o razonamientos sobre la soberanía nacional en materia energética, ni sobre la necesidad histórica de revertir el proceso de privatización deliberado que se inició en la década de los 80 y se profundizó en las administraciones de los ex presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto (PAN y PRI, respectivamente) que actuaron contra los intereses del pueblo de México.
Durante las discusiones, las y los senadores de la oposición a esta reforma presentaron todo tipo de acusaciones falsas, quejas y denuncias fuera de la realidad presente y futura. Parecía que tenían una bola de cristal o que los formatos que les entregaron las empresas con fuertes intereses en ese sector y que han sido grandes beneficiarios de la corrupción estaban elaborados para atacar, llenos de una retórica cínica e hipócrita dirigida a intentar desprestigiar al gobierno actual y al espíritu nacionalista de la propuesta que el presidente Andrés Manuel López Obrador envió al Congreso de la Unión.
Acusaban los de la alianza opositora que se podría intrigar contra México, que Morena los estaba mayoriteando, como si fuera cierto, olvidando que el PRI durante 71 años en el poder y el PAN en los dos sexenios que ocupó la Presidencia de la República, jamás escucharon al pueblo de México ni a los partidos que lo representaban en las cámaras de Diputados y Senadores. Es más, se jactaban de que ni los veían, ni los oían. También mencionaban reiteradamente que era regresar al pasado, a la década de los 50, y con un descaro total nunca aceptaron o reconocieron la frase histórica del presidente Adolfo López Mateos, del PRI, cuando nacionalizó la industria eléctrica. Es decir, fueron capaces de ignorar a quien promovió el rescate de este sector fundamental para el futuro de nuestro país.
Ello a pesar de que López Mateos fue muy claro cuando anunció la decisión de nacionalizar la industria eléctrica, precisamente en la iniciativa que envió a la Cámara de Diputados el 21 de octubre de 1960, en la que se adicionaba el párrafo 6 del artículo 27 constitucional, en el que está inscrito desde 1917 el dominio inalienable e imprescriptible de la República sobre sus recursos naturales, para quedar como sigue: corresponde exclusivamente a la nación generar, conducir, transformar, distribuir y abastecer energía eléctrica que tenga por objeto la prestación del servicio público. En esta materia no se otorgarán concesiones a los particulares y el país aprovechará los bienes y recursos naturales que se requieran para dichos fines.
La oposición también se desgarró las vestiduras argumentando como si tuviera la razón y la visión de que esta nación se hundiría en la contaminación por no utilizar energías limpias, que por supuesto la Comisión Federal de Electricidad ya tiene contempladas como parte importante de su plan para abastecer de energía a México con la eficiencia necesaria y los costos más bajos posibles en beneficio de la población. En cambio, los privados sólo consideran sus ganancias y privilegios para satisfacer los intereses empresariales y de grupo.
Voceros parlamentarios ven por sus ingresos futuros
Los voceros parlamentarios de la oposición que representan a muchas de esas empresas, sea porque forman parte de alguna manera de sus proyectos personales o porque están haciendo los méritos necesarios para cuando terminen su responsabilidad en el Poder Legislativo, poder integrarse como asesores o integrantes de los consejos de administración de sus mismas empresas, sobre todo las extranjeras para consolidar sus apetitos egoístas.
A veces, en los debates parecía que escuchábamos a los Miramón y a los Mejía del siglo XXI animando a los inversionistas privados, nacionales y extranjeros para controlar las riquezas de México identificadas en sus recursos energéticos, que durante los procesos intensos y oscuros de privatización de la década de los 80, terminaron por entregar la propiedad de casi mil 200 paraestatales y los bancos e instituciones financieras a los particulares. Sólo les faltó llevarse en ese momento los recursos energéticos, así como los metales y todos los productos del subsuelo que de acuerdo al artículo 27 constitucional son propiedad del pueblo de México. Hoy venían decididos a llevarse a manos privadas el resto de la riqueza nacional.
La oposición también utilizó en las discusiones el argumento de que esta reforma a la ley de la industria eléctrica afectará los convenios y tratados internacionales sin explicar por qué, como el nuevo T-MEC y los Acuerdos de París y el del Grupo de países del 20-30, en una manipulación y amenaza indirecta o velada de recurrir a presiones del exterior. Se les olvidó intencionalmente que cada país busca proteger sus riquezas y recursos naturales, así como su soberanía, autonomía y diversificación de la economía con sus propios medios y leyes y que México está en todo su derecho y cuidará con mucha sensibilidad este tema. Ello contrasta con la política anterior del sometimiento a ultranza del entreguismo, de los negocios turbios, así como de la corrupción y la explotación de las reservas nacionales y de la mano de obra.
Es una vergüenza y una traición que algunos congresistas se presten a seguir el juego y las ambiciones de un pequeño grupo de inversionistas egoístas, que lo único que quieren es privatizar al sector eléctrico y el de la energía en lo general, con el objeto de enriquecer más sus bolsillos y frenar el proceso de fortalecer la rectoría del Estado en las actividades básicas para la nación. Los intereses y los derechos de las mayorías deben estar siempre por encima de cualquier ambición privada o que esté fuera de la realidad. Con esa estrategia, la oposición no podrá detener el avance de la historia.

Pacto patriarcal
Mario Patrón
Por segundo año consecutivo, el país se detiene durante los eventos del 8 y 9 de marzo en el marco de las manifestaciones contra la violencia de género. Miles de mujeres salen a las calles o desde sus casas claman por justicia ante una violencia recurrente, no obstante la contingencia sanitaria. Y también, mientras se conmemora el Día Internacional de la Mujer, el poder público se obstina en minimizar e incluso descalificar las expresiones de hartazgo de las mujeres.
El feminista es hoy el movimiento más preeminente en el país que, incluso en medio de la pandemia, no ha detenido ni sus manifestaciones ni su rica producción simbólica, que se ha abierto paso en medio de las condiciones adversas impuestas por la contingencia sanitaria. En estos meses la agenda pública ha estado constantemente pautada por este movimiento, que no ha dejado de ejercer una presión importante sobre las instituciones y ha influido poderosamente el imaginario de la ciudadanía con innumerables campañas y consignas que progresivamente van permeando la conciencia de la sociedad.
Esta preeminencia no es por azar. Hablar de feminismo es hablar de un movimiento profundo e interseccional que, ante las violencias del modelo hegemónico, ha sabido confrontar al sistema patriarcal en todas sus aristas, con sustento teórico y con una fortaleza orgánica.
Los gritos en las calles y las intervenciones físicas y simbólicas en el espacio público son expresiones límite de reivindicación de las víctimas, mediante las cuales se busca ejercer una presión efectiva hacia las instituciones, exigiéndoles llevar la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres más allá del plano discursivo.
En muchos otros movimientos ha sido común que las ideas de cambio profundo se expresen en términos inmediatistas, como si el cambio político y social se lograra de un día para otro. Eso lo saben muy bien las feministas, que, con una perspectiva muy lúcida sobre la complejidad de las transformaciones sociales y culturales, han ido acumulando fuerza, presencia y capacidad transformadora durante años. No representan un movimiento tradicional con una estructura orgánica definida, jerárquica y centralizada; se trata de un movimiento colectivo, basado incluso en el anonimato, que genera una presencia permanente y se expresa de múltiples maneras: activas, simbólicas, silenciosas y disruptivas, en un esfuerzo por cambiar la vida desde la vida misma.
Por ello son antinstitucionales por definición, porque advierten que la institucionalidad del poder público, forma parte de ese modelo hegemónico en el que se arraigan y reproducen las desigualdades. Precisamente por esto resulta más lamentable la respuesta del Estado, pues no sólo incumple su responsabilidad como órgano garante del derecho a una vida libre de violencia de las mujeres, sino que opta por calificarlas de adversarias políticas.
Los gobiernos, y ahora la 4T, tienen una deuda con los movimientos feministas y respecto de la violencia de género. El Estado no ha asumido la responsabilidad debida para afrontar la situación y responder a las exigencias, ni ha manifestado su disposición efectiva para trabajar en coordinación con los colectivos para generar propuestas de política pública y un marco legal que se traduzcan en avances sustanciales en materia de género.
Por el contrario, las narrativas es­tatales han vuelto cada vez más difícil la articulación ciudadanía-Estado, levantando un muro discursivo un poco más cada vez que el Presidente se refiere a los grupos feministas como conservadores y grupos de choque. Así, mientras ellas sigan siendo vistas como adversarias políticas, las exigencias no se traducirán en plan de gobierno efectivo, ni en una articulación eficaz entre sociedad civil e instituciones públicas para concretar una agenda programática conjunta, ni para la realización de políticas públicas efectivas.
Con su obstinación, la 4T parece renunciar al desafío que le pone enfrente la actual coyuntura histórica, donde la efervescencia del movimiento social genera un clima propicio en términos de legitimidad para la elaboración de alternativas viables. El gobierno de turno tiene aún un margen de oportunidad para dejar de ser un opositor del movimiento feminista a ser un articulador con otros sectores que también deben incorporar la agenda de género, como el sector empresarial, laboral, educativo, eclesial, etcétera. La 4T no debiera perder la oportunidad no sólo de asumir el protagonismo que le corresponde como garante de los derechos de las mujeres, sino de ser un puente eficaz entre ámbitos e instituciones para brindar condiciones integrales de igualdad sustantiva.
Los pasados 8 y 9 de marzo nos recuerdan otra vez la enorme brecha entre hombres y mujeres, y permiten ver el largo camino que falta por recorrer en pos de la igualdad; pero también magnifican la pobreza de la respuesta institucional del Estado para ser instrumento de satisfacción de la urgente demanda de erradicar por completo la violencia de género de la sociedad, de la que depende la viabilidad misma del país.