viernes, 13 de noviembre de 2020

Perú: la sombra del golpe parlamentario.

Tras sólo cinco horas de debate, el lunes el Congreso de Perú destituyó al presidente Martín Vizcarra en un juicio político que lo declaró culpable de incapacidad moral para gobernar a raíz de reportes según los cuales recibió sobornos de dos empresas que ganaron licitaciones de obras públicas cuando fue gobernador de una provincia hace siete años. La caída del mandatario se produjo en el segundo intento para defenestrarlo en menos de dos meses: apenas el 18 de septiembre, una iniciativa para removerlo por otro señalamiento de corrupción fracasó tras obtener únicamente 32 votos (de 87 necesarios), pero el nuevo escándalo hizo crecer el bloque destituyente a 105 legisladores.
Vizcarra, quien carece de partido y de grupo parlamentario propio, tuvo una tensa relación con el Legislativo desde que llegó al poder en 2018 en sustitución de Pedro Pablo Kuczynski, un neoliberal duro que renunció tras verse salpicado en un caso de corrupción. Baste recordar que en septiembre de 2019 el recién depuesto mandatario hizo uso de una facultad legal para disolver el Congreso, entonces dominado por las distintas facciones fujimoristas, herederas políticas del criminal ex presidente Alberto Fujimori, y luego reunidas en torno a su hija Keiko. Si bien la conformación parlamentaria surgida de los comicios del 26 de enero tuvo el efecto de reducir el fujimorismo a un papel testimonial, estuvo muy lejos de acabar con la inestabilidad crónica que azota a Perú desde hace dos décadas, pues dio paso a una miríada de facciones cuya característica central es el oportunismo.
A reserva de que ulteriores investigaciones confirmen o desmientan las acusaciones contra Vizcarra, resulta preocupante asistir de nueva cuenta a una suplantación del voto popular mediante maniobras del Legislativo, como ya ocurrió antes contra Fernando Lugo en Paraguay, en 2012, y Dilma Rousseff en Brasil, en 2016.
En este sentido, el desarrollo de los acontecimientos en Perú es una nueva exhibición de desdén de las clases políticas hacia la voluntad popular. En primera instancia, porque las encuestas señalaban, y las movilizaciones callejeras han ratificado, que el Ejecutivo contaba con un respaldo muy superior al del Legislativo. Segundo, porque el gobierno entrante ha respondido con un feroz despliegue represivo a las protestas contra lo que muchos ciudadanos consideran una usurpación. En tercer lugar, porque el país andino se halla a sólo seis meses de sus próximas elecciones presidenciales, y en ese contexto la remoción del mandatario saliente se interpreta de manera inevitable como una tentativa para incidir en los comicios venideros. Por último, no puede pasarse por alto que lejos de emprender una restauración de la legalidad supuestamente extraviada, el hasta el lunes líder del Congreso, Manuel Merino, integró en su gabinete a personajes tan impresentables como Antero Flores-Aráoz, ministro de Defensa durante el segundo mandato de Alan García.
Los constantes intentos para sabotear el periodo presidencial iniciado en 2016, y que concluirá el próximo 28 de julio, recuerdan la urgencia de aplicar en todo sistema político que pretenda ostentarse como democrático mecanismos de democracia participativa como consultas y referéndums que permitan procesar las crisis institucionales sin atropellar la soberanía ciudadana.

Golpe (rascuache y zafio) a la peruana
Gianni Proiettis*
En tiempos de fake news y prensa embozada, el solo hecho de llamar las cosas por su nombre es valiente y útil. En Perú, únicamente dos medios –la revista IDL Reporteros y el diario La República– han definido como golpe de Estado lo que la mayoría de la prensa y las agencias internacionales han titulado asépticamente Vacancia del presidente Martín Vizcarra por el Congreso de Perú.
Y es que la emboscada iba ya bien ensayada, con un intento fallido hace dos meses que utilizaba la misma causal de incapacidad moral permanente y parecía inspirado en la acción parlamentaria que derrumbó al presidente anterior, Pedro Pablo Kuczynski, en marzo de 2018.
Sobre la transformación del presidente del Congreso, Manuel Merino, en presidente de la República con una simple votación parlamentaria y sin ninguna acusación probada, se escribe en el editorial del martes de La República:
El golpe no deja de ser golpe. El allanamiento de Martín Vizcarra a la decisión del Congreso no anula el grave acto perpetrado y el hecho de que un grupo conspirador se haya apropiado del gobierno poniendo fin a 20 años de democracia, quebrando la Constitución y colocando al país nuevamente en un tránsito aciago gobernado por la codicia y la corrupción.
Y añade: La disposición de la Constitución es precisa respecto a la prohibición de acusar al presidente durante su mandato salvo las razones expresadas con detalle en el artículo 117. Esa prohibición ha sido violada groseramente para lo cual se ha forzado inconstitucionalmente la figura de la vacancia y la incapacidad moral utilizando declaraciones de aspirantes a colaboradores oficiales, fotos maquilladas y otros documentos que forman parte de un proceso de investigación sobre las actividades del presidente de la nación Martín Vizcarra. El papel desempeñado en esta alevosa operación por el presidente del Congreso lo cubre de vergüenza a él y a su partido. Manuel Merino será un presidente indigno que se aúpa al poder con métodos reprobables.
La acusación contra el presidente Vizcarra de que habría recibido coimas del llamado Club de la Construcción –una red mafiosa para ganar licitaciones– cuando era gobernador de Moquegua (2011-14), no ha sido probada por ningún juez o fiscal, y sólo se sostiene en las declaraciones de unos aspirantes a colaborar con la justicia, gente que con tal de salvar el pellejo declararía cualquier cosa.
Lo grotesco de la situación es que de los 109 congresistas (de un total de 130) que han votado el lunes por defenestrar al presidente, 68 –como ha recordado el propio Vizcarra frente al Congreso en su última alocución– tienen investigaciones judiciales en curso y denuncias por diversos delitos, pero ninguno de ellos ha dejado el cargo o renunciado a la inmunidad. Al contrario, este Congreso parece más un refugium peccatorum que un parlamento.
El traspaso de poderes ha encontrado un fuerte rechazo popular. En las principales ciudades del país, sin excepción, a partir de la capital, manifestaciones espontáneas han encontrado una represión policial desproporcionada, que no promete nada de bueno. El Tribunal Constitucional aún no se ha pronunciado definitivamente sobre la vacancia, pero las ceremonias de investidura ya han sido oficiadas.
La difusión internacional de la noticia no explica claramente quién ha tomado el poder. Manuel Merino, actual presidente, es un empresario ganadero del norte cuya sóla acción política memorable es la de haber obtenido una condonación fiscal por el sector agropecuario de Tumbes. ¡Ah!, y también el intento fallido de golpe anterior, por el cual un grupo de ciudadanos lo ha denunciado por los presuntos delitos de sedición, conspiración y usurpación de poderes.
Sus familiares obtuvieron contratos con el Estado durante su segundo mandato como congresista, lo cual es abiertamente ilegal.
A cinco meses de la elecciones generales, que deberían renovar las instituciones en ocasión del bicentenario de la independencia, con los graves problemas económicos y de salud pública que afligen a la población, parece sumamente irresponsable provocar una crisis política de esta gravedad. Todo por ambiciones e intereses personales.
Sin embargo, las manifestaciones crecientes de estos días hablan de una sociedad civil hasta el gorro.
Fascinado por la idea de ser presidente interino, aunque sea por unos meses (las próximas elecciones generales serán en abril de 2021), animado por la masa de corruptos incrustada en las instituciones –hablando sólo de magistrados, 151 jueces y 183 fiscales involucrados en actos de corrupción, según datos oficiales– Manuel Merino ha logrado sin mucha dificultad juntar una mayoría parlamentaria para que proceda el pedido de vacancia presidencial.
* Periodista italiano