No pocos son los incrédulos. Tras el golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Evo Morales en 2019 se impuso un gobierno de facto. Las fuerzas armadas, los partidos tradicionales, en definitiva, la derecha en su conjunto, actuó al unísono. Bajo la acusación de fraude electoral, tomaron el poder. Avalados por la OEA, refrendados por Estados Unidos y sus aliados europeos, se decidió que el gobierno era ilegítimo. El presidente, vicepresidente y una parte del gabinete abandonaron el país, emprendiendo el penoso camino del exilio. Atrás dejaban logros en vivienda, salud, educación, cultura, género, nacionalizaciones, protección de los recursos naturales y riquezas básicas. Por primera vez en su historia se había elaborado una Constitución capaz de redefinir la nación. En ella, se reconocía una forma de Estado plurinacional y multiétnico. Pero el golpe de Estado parecía retrotraer el país a los tiempos de oscuridad. Las primeras noticias eran desalentadoras. Represión, detenciones y asalto a las casas de los dirigentes del MAS. Asimismo, el movimiento obrero, las organizaciones sindicales, los cargos públicos, alcaldes, concejales eran objeto de linchamientos, acompañados con el odio de una clase dominante cuyo rencor se hizo patente al ejercer una violencia inusitada contra todo aquello que se le antojó olía a democracia participativa y socialismo. Las fuerzas armadas se posesionaron junto a la plutocracia. En política exterior, los cambios se notaron de inmediato. Asalto a la embajada de Venezuela, expulsión de los médicos cubanos y la mano tendida a los gobiernos de Bolsonaro, en Brasil; Lenín Moreno, en Ecuador, o Iván Duque, en Colombia. De entrada se renunció a todo cuanto podía ser identificado como castro-chavismo: ALBA, Telesur, políticas de cooperación, etcétera. Los objetivos de autodeterminación y dignidad se transformaban en dependencia, entreguismo y violación de derechos humanos. El arsenal de la represión se expresó en los grupos paramilitares y las hordas neofascistas, amparadas en las autoridades de facto y las fuerzas armadas, cuya brutalidad no tuvo límites.
Así, los golpistas enarbolaban el discurso de una nueva convocatoria electoral que devolviese el país a su vieja normalidad institucional. Destejer y desandar tres lustros de logros democráticos. En el horizonte unas elecciones sin garantías y menos aún, un reconocimiento, si el triunfo recaía sobre el MAS. La memoria reciente tenía en mente casos relevantes para avalar lo dicho. Honduras, golpe de Estado, elecciones fraudulentas y gobiernos neoliberales. Paraguay, golpe de Estado, elecciones amañadas y recomposición oligárquica. Brasil, golpe de Estado, inhabilitación de Lula y triunfo del neoliberalismo en su versión más esperpéntica. Xenófoba, racista, ultraconservadora y negacionista. ¿Por qué Bolivia podría ser diferente?
Muchas eran las papeletas para una recomposición en torno a un proyecto neoliberal bajo la batuta de las trasnacionales y la plutocracia criolla. Convocar elecciones no era problema. En América Latina (AL) estamos acostumbrados a birlar el triunfo a la izquierda. Lo más probable era proclamar el triunfo de Carlos Mesa, el portavoz de la clase dominante, los partidos tradicionales y el capital financiero. Una candidatura del MAS, estaría abocada, desde el principio, al fracaso. Esas eran las expectativas. El pesimismo histórico, de nuevo, rondaba los análisis políticos de la izquierda latinoamericana, presente desde la caída del muro de Berlín y el bloque soviético. Sólo Venezuela resistía a la ola, acosada, igual que Cuba. Pero en Bolivia, el golpe de Estado se había consumado. Sólo restaba atar cabos. Unas elecciones con observadores internacionales capaces de plegarse al discurso golpista y que eliminasen cualquier duda de fraude sobre su triunfo, eran sus argumentos. Pero la realidad se mostró esquiva. En primera vuelta y sin paliativos, la dupla del MAS, Luis Arce, presidente, y David Choquehuanca, vicepresidente, gana en primera vuelta con 55.10 por ciento sobre Carlos Mesa, de Comunidad Ciudadana, quien obtuvo 28.83 por ciento de los votos. La presidenta golpista Jeanine Áñez reconoció los resultados, dando la primera sorpresa. ¿La derecha se pegó un tiro en el pie?
Entre la pandemia que hacía estragos, el desmantelamiento de las políticas sociales, los montajes para inhabilitar a Morales, las acusaciones falsas, la represión y persecución de sus dirigentes, la derecha se sentía cómoda. Pero erró en los análisis. Las fuerzas populares, en resistencia permanente, entendieron la necesidad recuperar sus derechos arrebatados, de pasar a la ofensiva y revertir el golpe de Estado. La lucha debía darse en el terreno electoral, a contracorriente. El principio de esperanza como necesidad de perseverar y conseguir la victoria. La lección es clara: por primera vez en AL, un golpe de Estado colapsa y sus impulsores son derrotados. Ahora es necesario impulsar cambios en las fuerzas armadas, desarticular a los golpistas y la plataforma cívica que lo acompañó. Reorganizar y profundizar el poder popular. La derecha boliviana sabe que no puede permitirse otra derrota ni una humillación electoral como la sufrida. La conspiración tomará otro cariz. El golpe de Estado sigue siendo su opción.
Desde el otro lado
Espectáculo deprimente
Arturo Balderas Rodríguez
Nadie puede llamarse a engaño sobre la grosera respuesta que ha dado Donald Trump al resultado de la elección presidencial celebrada el pasado 3 de noviembre. Joseph Biden ganó el voto popular y también ganará el Colegio Electoral.
Trump prometió no reconocerlo y lo está cumpliendo, pero nadie se imaginó los excesos a los que llegaría en su ambición de conservar el poder. El espectáculo que él, sus abogados y la mayoría de los legisladores republicanos están dando al asegurar que Trump ganó la elección es deprimente. Para ellos la elección no se decidió mediante el voto de millones de estadunidenses, sino que se decidirá en sus conciliábulos en los que el huésped de la Casa Blanca encarna al domador de un circo o al director de una película chusca. El asunto llegó al ridículo cuando el inefable abogado Giuliani literalmente se derritió cuando aseguraba que el comunismo cubano, venezolano y chino habían intercedido en la elección para favorecer a Biden. El espectáculo fue patético.
En el colmo de su desesperación, el presidente no ha reparado en cometer arbitrariedades tratando de subvertir los procesos en los que se cuentan y recuentan los votos en varios estados. En Michigan ha convocado a los legisladores del estado a una reunión en la Casa Blanca para presionarlos a desconocer a las autoridades electorales del estado. En Pennsylvania, ha acusado al secretario de Estado, responsable del proceso electoral y quien, por cierto, es republicano, de perpetrar un fraude para robarle la elección. En los estados de Georgia y Wisconsin ha promovido el recuento de millones de votos en los condados en los que Biden fue el ganador y en los que la mayoría de la población es negra y latina. Trump nunca reconocerá el haber perdido y continuará alentando a sus seguidores a protestar. En última instancia, esa actitud y su patológica compulsión por mentir son el oxígeno que necesita para alimentar su maltrecho ego.
Es difícil saber cuándo terminará esta ópera bufa, pero aseguran los que saben de estos asuntos, al igual que millones de estadunidenses, que el 20 de enero Joseph Biden tomará juramento como el presidente número 46 de la atribulada Unión Americana. De la habilidad con que por un lado maneje las exigencias de su flanco izquierdo, y por el otro, las embestidas de Trump y de la extrema derecha republicana, dependerá el éxito de su gobierno y la salud política, económica y social de EU.