Alfredo Jalife-Rahme
▲ El presidente Donald Trump, en su trayecto de la Casa Blanca a su club de golf en Sterling, Virginia, contempló ayer desde su limusina blindada a decenas de sus simpatizantes reunidos en el centro de la ciudad.Foto Ap
Diez meses con antelación a la cuestionada elección de la democracia bananera de EU (https://bit.ly/32JpFUS) –que desembocó en un caos post-electoral y ha puesto en riesgo su cohesividad con dos antagónicas fuerzas centrifugas al borde de una guerra civil ( https://bit.ly/38Lox6W )–, el texano conservador trumpófobo ( never-Trump) Michael Lind publicó un polémico libro La nueva guerra de clases (sic): salvar la democracia de la é lite empresarial (https://amzn.to/3nnSIFl) que rebasa los resultados y el cronograma de la elección presidencial –más allá de quien sea el ungido constitucional final– y se adentra en la prospectiva del futuro incierto de su país que naufraga en un territorio inexplorado.
Michael Lind con un imponente bagaje académico y periodístico –se había dado a conocer hace ocho años con su libro idílico ya muy rebasado El próximo país estadunidense y la tierra prometida (https://amzn.to/36EFBsR).
Lind culpa a los populismos (sic) transatlánticos de haber despedazado a los partidos vigentes, lo cual ha desembocado en la ingobernabilidad, donde las democracias (sic) occidentales han sido desgarradas por una nueva guerra de clases.
Aquí entramos con Lind a una Torre de Babel de exclusión semiótica con sus auto-definiciones de populismo y democracia que son muy confusas y nada rigurosas.
Dejo de lado si EU –una genuina plutocracia/bancocracia/cibercracia (https://bit.ly/38I9ieZ), consubstancialmente anti-democrática– es una democracia, o si las monarquías (sic) neoliberales europeas lo son también.¡La guerra es también semiótica!
A juicio de Lind, las reales líneas de batalla son nítidas a partir de que se rompieron los compromisos de clase de la mitad del siglo pasado entre empresarios –una súper-clase de una élite universitaria aglutinada en centros urbanos de altos ingresos que dominan el gobierno, la economía y la cultura– y la alicaída subclase obrera, ubicada en las tierras profundas rurales de baja intensidad demográfica, primordialmente constituida por blancos y nativos.
Su guerra de clases versa desde la migración, pasando por el medio ambiente, hasta los valores sociales, donde la súper-clase empresarial va ganando la batalla, en medio del profundo declive de las instituciones que protegían a la clase obrera.
A su juicio, hoy la súper-clase controla las trasnacionales y los multimedia, y su desenlace es un trilema:
1. Triunfo de la súper-clase –la oligarquía/plutocracia– y su “sistema de castas high-tech”.
2. Empoderamiento de los populistas (sic), huérfanos de reformas constructivas.Esto es muy debatible: el populismo chino es próspero y está altamente tecnificado cuando lleva la delantera espacial del 6G (https://bit.ly/36zXc59).
Y 3. Un compromiso de clases que otorgue real poder a la clase obrera. Habría que definir que significa y en qué consiste el poder real en la fase de la cibercracia de EU. Lind le apuesta ostensiblemente a esta opción intermedia muy etérea cuando la impotente clase obrera de EU ha sido prácticamente decapitada.
¿Qué tan válida es la taxonomía de Lind sobre la existencia de sólo esas dos clases antagónicas? ¿No existen más?
El británico Alastair Crooke, anterior espía británico del MI6 y ex asesor del español Javier Solana, ex canciller de la Unión Europea –evoca el impasse vigente cuando Biden puede o no ganar, peroTrump es el presidente de la República Roja https://bit.ly/38H8h6T).
Alastair Crooke pone en duda la legitimidad del proceso electoral al presuponer la manipulación cibernética del sufragio en Wisconsin y Michigan, que abonan a la dinámica de balcanización de EU.
Crooke fustiga severamente a Lind, cuyo concepto de una “sociedad tecno-dirigida ( managedsociety)”, basada en la ciencia, forma parte de la programática de Biden.
El problema radica en que, a juicio de Crooke,EU se ha fracturado en dos placas tectónicas que se disgregan en diferentes direcciones cuando una mitad del electorado estadunidense votó precisamente para expulsar a la otra mitad. ¿Cuál será la placa tectónica menos afectada?
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EU: transición turbulenta
Transcurridos 12 días desde las elecciones presidenciales en Estados Unidos, el mandatario saliente, Donald Trump, sigue reacio a aceptar que perdió la carrera por permanecer otros cuatro años en la Casa Blanca, así como firme en su empeño de entorpecer la transferencia de poder que tendrá lugar el próximo 20 de enero.
El fracaso del magnate en su búsqueda de la relección se hizo más claro el viernes, cuando se declaró a los ganadores en los tres estados pendientes: Georgia y Arizona, tradicionales bastiones republicanos, se inclinaron por Joe Biden; mientras que Trump logró retener Carolina del Norte, con lo que el demócrata reforzó su margen de victoria y se adjudicó 306 votos electorales, 36 más de los que requiere para ser nombrado presidente por el Colegio Electoral que se reunirá el 14 de diciembre.
Pese a estas noticias adversas, el presidente no ha cejado en sus maniobras para retrasar la certificación de los resultados en las entidades clave, para lo cual ha dispuesto de un verdadero ejército –como él mismo lo llamó– de 8 mil 500 abogados. Además de la estrategia jurídica, ha azuzado a su fiel base de simpatizantes y reforzado los llamamientos al cierre de filas en torno a su figura, lo cual ya le funcionó cuando la mayoría republicana en el Senado le permitió salir indemne de un juicio político en el cual su culpabilidad era manifiesta e inocultable. Por ello, el respaldo de copartidarios tan relevantes como el líder de la mayoría en la Cámara Alta, Mitch McConnell, es central en su designio de rechazar la voluntad popular expresada en los 5 millones votos de diferencia obtenidos por Biden. De nueva cuenta, la lealtad de sus correligionarios es clave en el saldo de estos lances, ya que las disputas en torno a los comicios se dirimen en última instancia en la Corte Suprema, donde los republicanos cuentan con una mayoría de seis a tres, y donde Trump instaló a tres personajes sin más mérito que el serle incondicionales.
Es evidente que se encuentra en marcha una estrategia para reducir al mínimo posible el margen de acción de su sucesor. Así lo indican, por ejemplo, el cese del secretario de Defensa, Mark Esper, y la instalación en puestos clave del aparato de seguridad de personajes afines a Trump. En esta misma lógica se encontraría la gira del secretario de Estado, Mike Pompeo, por siete países que ya reconocieron el triunfo de Biden, durante la cual se propone traspasar líneas tan delicadas de la política exterior como visitar los asentamientos ilegales de Israel en los territorios palestinos de Cisjordania.
Incluso, si finalmente Trump acepta su derrota y participa en una entrega de la Oficina Oval tan tersa como pueda esperarse de él, habrá causado un grave daño a las instituciones de su nación y a la proyección de su país en el exterior. El extremo grado de polarización al que ha llevado a la sociedad; el rompimiento de los pactos no escritos del sistema político; la naturalización de grupos neofascistas armados en actos de apoyo a un presidente; el desdibujamiento total de la diferencia entre la verdad y la propaganda, o el rechazo sin fundamentos de los resultados electorales –en una nación que se ostenta como poseedora de un modelo democrático digno de ser exportado a otras latitudes– son sólo algunas de las fracturas legadas por cuatro años de trumpismo. Cerrarlas será una tarea primordial de los movimientos sociales que surgieron o se vigorizaron en respuesta a la política de odio de Trump, y que deben acreditarse como los artífices clave de su derrota.