▲ En el contexto de las restricciones sanitarias por la pandemia de Covid-19 una pareja baila con familiares durante su ceremonia de compromiso en Qamishli, Siria.Foto Afp
Después de 40 años de ver la guerra de verdad, desde luego tengo ideas muy establecidas sobre la lucha que dicen librar estadistas, políticos y mentirosos –los tres son, por supuesto, intercambiables–. Tanto la guerra real como la viral (del tipo Covid-19) provocan decesos y producen héroes; son una prueba para la resistencia humana, pero no deben ser comparadas.
Para empezar, muchos paralelos pueden ser vergonzosos. Cuando Matt Hancock en un principio comparó la lucha de Gran Bretaña contra el Covid-19 con los bombardeos aéreos alemanes sobre Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial (conocidos como Blitz), en realidad estaba equiparando un puñado de muertes de británicos con la masiva fuerza aérea alemana (Luftwaffe) que mató a unos 40 mil ciudadanos. Pero ahora que los muertos por el virus en Reino Unido ascienden –incluyendo a los no contabilizados, claro está– a más de 44 mil y quizás más, esas comparaciones con la Segunda Guerra Mundial son poco preocupantes.
¿Cuál es la próxima treta histórica que los defensores del Brexit nos jugarán? ¿Que los más de 66 mil británicos muertos en la Segunda Guerra Mundial demuestran la resistencia de nuestros abuelos?
Para entonces las muertes por Covid en nuestro país pueden haber sobrepasado ya esa macabra estadística.
Pero existe una diferencia mucho más importante entre las guerras reales y la guerra viral global. Las reales surgen de un conflicto de humanos contra humanos, y normalmente se ganan cuando la infraestructura de uno de los bandos –sus tierras, hogares, fábricas, vías ferroviarias, caminos, hospitales, sus museos y galerías, así como sus sistemas de suministro de agua y plantas de electricidad– se convierte en escombros. Los sobrevivientes emergen de estas guerras con sus países en ruina. No existe una vuelta a la normalidad, porque lo normal ha sido físicamente destruido.
Nosotros los humanos no enfrentaremos la catástrofe cuando nuestra actual batalla haya terminado… si es que termina, pero de eso hablaremos más tarde. Cuando abramos nuestras puertas, las pérdidas humanas podrán ser muy grandes y nuestras pérdidas económicas parecerán insostenibles, pero nuestro mundo físico será, por mucho, el mismo. Nuestras grandes instituciones, nuestros parlamentos, universidades, hospitales y alcaldías, al igual que nuestras estaciones de trenes, aeropuertos, redes ferroviarias, sistemas de aguas y nuestros hogares estarán intactos. Todo esto se verá exactamente igual a como se veía hace unos meses. Estaremos a salvo del suicidio nacional que implica una guerra de verdad.
Johnson y Cummings, así como sus compañeros de la escuela Brexit –junto con el horrendo equipo científico que los respalda (al menos hasta ahora)– pueden seguir jugando a la guerra, pero no deben enfatizar la diferencia entre esto y la verdadera guerra: es decir, en el hecho de que el mundo afuera de la puerta de sus casas será prácticamente el mismo que en febrero y marzo.
Por esto es que muchas personas se han visto dispuestas a romper las reglas del arresto domiciliario que les impusieron. No es que todos sean suicidas, o egoístas o locos, sino que ven hacia el exterior y lo ven igual a como lo recuerdan. Poco a poco, se prepararon para arriesgarse y poner en peligro a otros porque pueden (esta expresión es muy deliberada) y lo aceptan.
Así que –y aquí dejaré de usar las comillas– debemos volver a las guerras de verdad. Uno de los más notables fenómenos en estos conflictos aterradores es que la vida ordinaria continúa en medio del baño de sangre y la aniquilación inminente.
Durante las batallas en Beirut y durante los momentos más temibles de la actual guerra en Siria he ido a bodas. Una pareja musulmana en Beirut y una pareja armenia en la norteña ciudad siria de Kimishle –donde el frente del Isis más cercano está apenas a 19 kilómetros de la puerta de la iglesia. Los novios decidieron casarse y los clérigos apropiados presidieron las ceremonias. Yo los miraba, como dicen, boquiabierto. Tengo amigos que han comprado y vendido hogares durante sus respectivas guerras. Sus vidas están en peligro, pero aún así necesitan certificados de propiedad, fondos bancarios y abogados. En medio de la anarquía, la burocracia formal y la ley toman su curso.
Todo esto –los matrimonios y las transferencias de propiedad– han continuado porque, como dice la más vieja de las frases hechas: la vida debe continuar. Lo mismo ocurre con la guerra global contra el virus. Nuestras bodas tienen menos invitados, las propiedades se compran y venden mediante archivos adjuntos en un correo electrónico y los funerales –una parte esencial de la vida normal, supongo– aún se realizan, pero sin que los allegados vean el cadáver o hagan guardia junto a su ataúd.
He notado algo más en las guerras verdaderas que cubro: que los civiles que sufren entre los combates tienen una extraordinaria habilidad de superar las pérdidas a su alrededor. Tiene algo que ver con la idea de sociedad: esa idea de que es posible, sin importar qué tan consternados estemos por circunstancias personales, entender el dolor y la muerte como cosas que se acercan a la normalidad. Las guerras verdaderas, como pueden ver, también se encaminan hacia algo que puede llamarse nueva normalidad. Amigos y familiares mueren. No conozco a nadie en Líbano o Siria que no haya pasado por este sobresalto, pero el sobresalto también es relativo.
Durante el conflicto en Irlanda del Norte, el secretario del Interior británico, Reginald Maudling –el ahora olvidado predecesor de Priti Patel– se refirió en 1971 a lo que él llamó un nivel aceptable de violencia. La expresión fue condenada por aquellos que creen que cualquier violencia es inaceptable, pero sus palabras tenían sentido, si bien macabro. Esta fue una guerra que tuve el privilegio maldito de cubrir y recuerdo cómo los periodistas entendieron exactamente lo que quiso decir Maudling: que el saldo de muertos por bombardeos en seis condados podía alcanzar un punto que podía considerarse normal.
Esto ocurrió en Líbano. Durante los ceses del fuego e incluso las treguas, los habitantes de Beirut iban a la playa, a asolearse y nadar los fines de semana. Una tarde las armas de los cristianos falangistas abrieron fuego en el este de Beirut y su metralla cayó entre los bañistas en la playa del barrio Corniche, en el mar Mediterráneo. La carnicería fue aterradora. Las primeras planas de los diarios al día siguiente estaban llenas de fotografías que jamás se habrían publicado en Europa o Estados Unidos.
A la semana siguiente las playas estaban llenas de nuevo. Muchos libaneses consideraron que había un nivel aceptable de muerte. En cierto sentido esto es inspirador –los seres humanos se muestran inconquistables–, pero en otra interpretación, es algo profundamente deprimente. Si los civiles –o el público, para usar una expresión muy occidental– se acostumbran a la muerte, la guerra puede continuar indefinidamente. Y ésta, recuerden, fue una guerra causada por la misma especie humana que estaba muriendo en ella.
Aquí hay una idea inquietante. Todos sabemos que el masivo confinamiento en Europa no puede continuar para siempre. Suecia en realidad nunca se embarcó en ese toque de queda. Alemania, Italia y Holanda están saliendo de él lenta y cautelosamente. Incluso el coctel de bobos de Boris Johnson sabe que esto es cierto e incluso los británicos –con o sin los pequeños brexiters de Downing Street– ahora decidirán por sí mismos cuándo terminará el encierro. No van a esperar a que el Sargento Plod (plod: vocablo en inglés que significa a paso lento N. de la T.) les dé permiso.
Todos sabemos que el actual brote de Covid-19 no termina en el mismo sentido tradicional que una guerra concluye. No habrá un último muerto. Pero cuando disminuyan las cifras y no exista una segunda visita de esta cosa espantosa, Gran Bretaña habrá alcanzado, me temo, un nivel aceptable de muerte. Cuando la estadística diaria vaya de los cientos a las docenas y luego a las decenas diarias, ya no habrá más conferencias desde Downing Street, y disminuirán nuestros pensamientos para los expertos de la salud, no recordaremos el sacrificio de enfermeras y doctores. Incluso podremos hacer apuestas sobre cuándo los tories volverán a hacer recortes al sistema nacional de salud.
El tema es que todos –a excepción de hombres y mujeres que ahora están en duelo por sus seres queridos– tenemos la capacidad de absorber la muerte. Cuando el gobierno británico crea que ese momento de la presente crisis llegó, abrirán las puertas, los caminos y los restaurantes. La economía debe sobrevivir.
Johnson y sus acólitos proclamarán su victoria, pero esto será falso. Los británicos seguirán muriendo, pero sus muertes se habrán convertido en algo normal, igual a quienes mueren de cáncer, ataques cardiacos o son víctimas de accidentes de tránsito; como dice Johnson en su deplorable frase, los que perdimos antes de tiempo.
De esta forma, los británicos no disfrutarán de una inmunidad de rebaño. Con o sin protección para este virus o el que le siga; con o sin vacuna, se convertirán en rebaño en un sentido diferente. Se convertirán, tal y como lo desea el gobierno, en un rebaño inmune a la muerte de los otros; que habrá asumido un nivel aceptable de muerte entre sus compatriotas. Se habrán vuelto un poco más endurecidos –una buena palabra victoriana– a que se inflija tal sufrimiento, y dejarán de rezongar sobre lo ineficaz que fue el gobierno británico para evitar este atropello.
Y entonces –usemos ese repugnante mantra de todos los políticos– seguiremos adelante. Tendrán que asumir al virus, como lo hizo el gobierno hace mucho y como seguirá haciéndolo.
Podemos olvidar cualquier planeación costosa para su siguiente visita, hasta que nos topemos con el Covid-20, o el Covid-22 o el Covid-30 o cualquier otro que se nos atraviese.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca