Marcos Roitman Rosenmann
El siglo XXI muestra las fisuras del neoliberalismo. Sus efectos han quedado al descubierto tras décadas de aplicar sus recetas. Sólo ha podido mantenerse mediante el ejercicio de la violencia y la militarización de la sociedad. Baste observar las consecuencias en los países cuyas plutocracias y oligarquías se han dado el festín en nombre de la economía de mercado. Ante las protestas ciudadanas la respuesta ha sido represión y muerte. Mientras los gobiernos de Chile o Colombia, por citar dos referentes actuales, desvían la atención hacia el vandalismo callejero, una cortina de humo para tapar sus vergüenzas, invisibilizan las manifestaciones de cientos de miles de personas cuyas demandas se reivindican pacíficamente. Las imágenes que recibimos sólo trasmiten la necesidad de ley y orden. Así se justifica la violencia de Estado.
¿Pero qué ha pasado? se preguntan los gurús del neoliberalismo. Según su doctrina, sólo había que trasformar ciudadanos en consumidores. Una tarea que se creyó superada con éxito. Despolitizar y desideologizar. Romper las trabas a la explotación de la fuerza de trabajo. Reformar el mercado laboral, flexibilizar el empleo, abaratar el despido, crear contratos basura y hacer de las pensiones un negocio en manos de las financieras. En síntesis, ensalzar al empresario como creador de riqueza, empleo y gestor de lo público. Todo se llevó a cabo bajo el pomposo nombre de reforma del estado. Se reeducó al trabajador, Hay que enseñarles a pescar y no darles el pescado; debía ser competitivo y emprendedor. A lo dicho, restaba proporcionar un marco constitucional y redefinir la democracia como democracia de mercado. En esta labor, el gurú Von Mises advierte cual es el verdadero sentido de la democracia de mercado, cuyo eje consiste en desentenderse de la personal moralidad, de la justicia absoluta. Prosperan a la palestra mercantil, libre de trabas administrativas, quienes se preocupan y consiguen proporcionar a sus semejantes lo que éstos, en cada momento, con mayor apremio desean. Los consumidores, por su parte, se atienen exclusivamente a sus propias necesidades, apetencias y caprichos. Esa es la ley de la democracia capitalista. Los consumidores son soberanos y exigen ser complacidos. Para cerrar el círculo, John Rawls, prohombre del neoliberalismo, complementó la propuesta con su peculiar visión de la justicia, la cual legitima las desigualdades sociales y económicas si traen ventajas y se fundamentan en la lucha competitiva de todos los consumidores.
Bajo este paraguas, las plutocracias latinoamericanas se expandieron, impusieron la dictadura del mercado y vieron crecer sus alforjas. Gobierno de ricos, para ricos, excluyentes y sobre-explotadores. Amasan grandes fortunas con un poder omnímodo sobre las personas y la naturaleza, dinamitando los mecanismos reguladores que actúan sobre el mercado. Plutócratas que han controlado la política, definiendo las estrategias de acumulación, y subordinando la sociedad a sus apetencias y caprichos. Criminalizan al pobre, en tanto sujetos que no han sabido luchar en un mercado competitivo, desaprovechando sus oportunidades. La sociedad debe identificarlos, aislarlos. Es la guerra contra el pobre. La aporofobia se extiende.
En Brasil, Colombia, ahora Ecuador, amén de Honduras o Paraguay, Perú, o tras el golpe de Estado en Bolivia, los métodos utilizados son los mismos, revertir y reprimir avances sociales. Hoy, se mira a Chile, cuna del neoliberalismo, oasis de paz al decir de Sebastián Piñera, hasta que la eficiente economía de mercado le estalló en la cara. La respuesta ha sido negar la evidencia. Subrayar como hacen Ricardo Lagos y Vargas Llosa que las protestas son del primer mundo. Ejemplo de haber superado el subdesarrollo. Por tanto, no cabe retroceder, sino dar un paso adelante. El neoliberalismo muriendo de éxito, sería el enunciado. Además quienes protestan, dirá Vargas Llosa, son niños malcriados que tampoco tienen necesidades, son unos privilegiados, se quejan de vicio. Por eso hay que actuar con dureza y fuerza. La violencia está justificada. Ahora se busca recomponer el sistema, la alianza entre plutocracia y oligarquía. Parafraseando a Platón, el gobierno de los intereses particulares, amigos de los honores y la admiración para los ricos, fijan los límites del poder, valiéndose de la fuerza de las armas, o bien, sin llegar a tanto, por medio de la intimidación de sus amenazas de llegar al uso de la fuerza y de la violencia. Es la oligarquización del poder.
América Latina está en la encrucijada. Bolivia muestra como un golpe de Estado puede acabar destruyendo en meses, las políticas sociales, culturales, étnicas y de genero levantadas durante 14 años de esfuerzos colectivos. Con sus aciertos y errores, Bolivia pasó a tener una ley de pensiones dignas para los mayores de 65 años, las mujeres vieron aumentar su participación exponencialmente en los cargos públicos. Se construyeron 114 hospitales, la atención médica se generalizo entre la población rural y los sectores populares, se ampliaron las carreteras, se edificaron más de mil escuelas, el índice de analfabetismo paso de 22.7 por ciento a 2.3 por ciento, se reconoció la identidad de los pueblos indígenas con el primer Estado Plurinacional en la historia de América latina. Se nacionalizaron las riquezas básicas, se expulsaron las bases militares estadunidenses. Avances que serán eliminados, tildados de comunistas, para justificar el retorno de las viejas oligarquías y las plutocracias que apoyados en las fuerzas armadas han decidido masacrar a su pueblo con el fin de recuperar sus privilegios.