lunes, 9 de diciembre de 2019

Emir Olivares: amenazas impunes.

El viernes pasado Emir Olivares, reportero de esta casa editorial, sufrió el allanamiento de su domicilio por dos desconocidos y fue amenazado de muerte en forma reiterada por sujetos que dicen haber recibido un millón de pesos para matarlo por su cobertura informativa sobre la distribución de drogas en Ciudad Universitaria. Los amagos han sido enviados por medio de mensajes de texto y en llamadas de voz en las que se pretende obligar al informador a que entregue el doble de esa suma para no ser objeto de un ataque.
El día de los hechos la policía y la procuraduría capitalinas no atinaron más que a ofrecer que se investigaría la incursión como “intento de robo; en tanto, la Fiscalía General de la República (FGR) ofreció apoyo, pero nadie de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión (Feadle) acudió al domicilio del periodista, y no es, sino hasta hoy, que el titular de esa instancia, Ricardo Sánchez Pérez del Pozo, recibirá en audiencia al reportero de La Jornada. Por su parte, Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración de la Secretaría de Gobernación (SG), afirmó ayer que el mecanismo de protección a defensores de derechos humanos y periodistas será modificado para que no sea sólo un instrumento reactivo, sino preventivo.
Lo cierto es que hasta ayer las llamadas y mensajes de voz y texto en los que se reiteraban las amenazas seguían llegando impunemente al teléfono celular del reportero, situación que ninguna dependencia federal ni local había logrado impedir. Resulta difícil entender que el delito de amenazas pueda ser perpetrado con tal facilidad y falta de consecuencias si se considera que, el rastreo de llamadas –y por consiguiente, la localización de los autores– resulta técnicamente factible y relativamente sencilla para las corporaciones policiales, a condición, con certeza, de que ostenten una mínima voluntad política.
Las agresiones y amenazas que nuestro compañero Emir ha venido sufriendo desde 2017 –de las que autoridades están al tanto– no pueden ser obviadas ni tomadas a la lige-ra, no sólo porque constituyen por sí mismas un delito penal y un atentado a la libertad de expresión, sino porque ocurren en el contexto de una violencia mortífera que en años recientes ha diezmado al gremio periodístico del país ante la pasividad y la omisión de las autoridades de los tres niveles de gobierno.
Sin ir más lejos, en 2017, con menos de dos meses de diferencia, los corresponsales de La Jornada, Miroslava Breach, en Chihuahua, y Javier Valdez, en Culiacán, fueron asesinados con el claro propósito de impedir que siguieran investigando e informando sobre las organizaciones delictivas que operan en ambas ciudades. A la fecha, las instancias encargadas de procurar justicia distan de haber culminado el esclarecimiento pleno de esas muertes y la identificación y aprehensión de la totalidad de los autores materiales e intelectuales. Más aún, en el caso de Miroslava el gobierno estatal ni siquiera ha investigado a figuras del panismo local que podrían estar involucradas, por acción u omisión, en el asesinato de la periodista.
En lo inmediato, las autoridades locales y federales tienen ante sí la obligación de otorgar protección efectiva a Emir Olivares, pero también la de identificar, localizar y detener a quienes se encuentran detrás de las amenazas en su contra, no sólo para tutelar su derecho a la vida y a la libre expresión, sino también para avanzar en el desmantelamiento de los grupos delictivos que se encuentran detrás de tales amagos.

Democracia cuestionada
Arturo Balderas Rodríguez
La semana pasada se efectuó el segundo acto del largo drama –farsa para algunos, tragedia para otros– en que se ha convertido el proceso que se sigue al presidente Trump para determinar si es culpable o no del delito de chantaje y abuso de poder por haber solicitado a su contraparte de Ucrania que investigara a un oponente político, a cambio de la entrega de ayuda militar autorizada por el Congreso de Estados Unidos. Conforme avanzó la investigación, a esos delitos se añadió el de obstrucción de la justicia, debido a que el jefe de la Casa Blanca se ha negado a proporcionar la documentación que los legisladores le solicitaron y prohibido asistir a un sinnúmero de sus colaboradores convocados para que atestigüen ante los comités de Inteligencia y de Justicia de la Cámara de Representantes.
En esta ocasión, los testigos que acudieron al llamado del Comité de Justicia fueron especialistas en cuestiones constitucionales, todos ellos distinguidos profesores de las más prestigiadas instituciones de educación superior de Estados Unidos. Lo evidente desde el principio de la sesión fue que esta fase del proceso estaría determinada por el barroco y resbaladizo terreno de interpretar la Constitución. Durante horas los especialistas ofrecieron su punto de vista sobre lo que la Carta Magna de ese país prevé en relación con el chantaje, abuso de poder y obstrucción de la justicia, y lo que los fundadores de la nación querían o intentaron decir sobre cada uno de esos conceptos. Lo único claro es que no hay consenso al respecto.
Lo que en último término pudiera suceder es que, después de un largo peregrinar por los laberintos del sistema legal, sea la Suprema Corte de Estados Unidos la que interprete lo que quisieron decir quienes escribieron la Constitución hace más de 200 años.
Lo nuevo es la importancia que los tiempos tienen para los actores del drama. Al parecer, es en este terreno que demócratas y republicanos han decidido jugar sus cartas, para medir el impacto que en los electores tienen las acusaciones contra el presidente, que los segundos insisten en negar. Los demócratas consideran que tienen suficientes evidencias para iniciar el juicio en el Senado, aunque no descartan la posibilidad de llamar a otros testigos y ahondar en las investigaciones; saben que corren el peligro de hartar al electorado con más y más investigaciones o de que el presidente aparezca como blanco de una conspiración en su contra. Consciente de esa situación, Nancy Pelosi, lideresa de la Cámara de Representantes, solicitó al Comité de Justicia que para hoy presente ante el pleno los artículos sobre los que se fincará la responsabilidad del presidente en los delitos de que se le acusa.
Los republicanos insisten en lo ilegal, parcial e incompleto en el proceso de la investigación. Esgrimen que no se ha permitido al presidente defenderse y que se debe llamar a los testigos que él propone para su defensa. Lo curioso es que el propio mandatario se ha negado a que sus colaboradores participen en el proceso, que son los que en primer término pudieran defenderlo.
Después de presenciar este drama, una vez más se puede constatar que, al margen de lo que se decida en el proceso en la Cámara de Representantes y posteriormente en el Senado, a final de cuentas parece que el asunto se resolverá en noviembre próximo en las urnas.
Tal vez muchos estadunidenses no se hayan percatado, pero pareciera que a la que se sentó en el banquillo de los acusados fue a la democracia misma. De seguir por ese camino, existe el riesgo de que los electores se den cuenta de ello y opten por ausentarse de las urnas. Peor aún, podrían considerar que un gobierno despótico sea el único que podría acabar con esos dramas y desacuerdos y poner orden en la política y sus desvelos. Cuando Montesquieu expresó su admiración por la naciente democracia, nunca imaginó que se convirtiera en tan lamentable tragicomedia.