Ilán Semo
A la guerra que Felipe Calderón inició contra las redes del crimen organizado en 2007 se le podría observar, desde la perspectiva actual, a partir de los subtextos que la configuraron. Dos de ellos resultan hoy, en 2019, muy evidentes: a) no la erradicación de estas redes, sino su administración desde la Presiden-cia y b) la supresión violenta del movimiento político y social que trató de impedir su llegada a Los Pinos (ahora un paraje en la ciudad que no alcanza a fijar el simbolismo de una ruptura). La lógica que dominó a esa guerra sui generis y que cifró una extraña forma del estado de excepción –acaso un estado de excepción delirante, donde la Presidencia no hizo más que escabullir sus responsabilidades sumarias– continúa hasta la fecha: la militarización de los más disímbolos ámbitos de la vida pública del país. En 2012, los saldos de esta política ya eran patentes. Junto al Ejército, se potenció un nuevo poder militar: la Marina. Y lejos de erradicar los circuitos criminales, ambos cuerpos militares entretejieron sus intereses con ellos hasta conformar una auténtica economía criminal. Es decir, nunca se trató de una estrategia de pacificación, sino de una técnica de control político y social.
Cuando se iniciaron las huelgas en las maquiladoras de Matamoros a principios de año para exigir aumentos salariales pospuestos durante décadas, uno de los empresarios –con toda la indolencia de quien se ha acostumbrado al control absoluto–, reveló sin querer el nudo de esta técnica: ¿Cómo de qué huelgas? Si llevábamos 30 años en paz, sin ninguna huelga. Uno de los activistas sindicales se encargó de explicar esta peculiar noción de la paz: “Cuando intentábamos organizarnos, nos acusaban de narcos; y cuando lo lográbamos, mandaban a los narcos a matarnos”. En Matamoros y por doquier, el crimen organizado devino la metáfora de un cuerpo de constricción y represión políticas. Los militares estacionados en la ciudad se encargarían de protegerlo, y los jueces de asegurar que si los delincuentes caían en prisión, fueran liberados en pocos días. Una suerte de micro-Estado total. Este fue el saldo central y fatal de la militarización del país: criminalizar y neutralizar los ámbitos de la conflictualidad social.
El gobierno de Morena ha desdibujado su propia política para in-tentar contener la tragedia que inhabilita la posibilidad de orientar a la sociedad mexicana en otra dirección. Está compuesta de tres partes: 1)la formación de la Guardia Nacional; 2) la erradicación de la economía criminal de gran escala; 3) una nueva política social.
La Guardia Nacional, tal y como fue concebida en términos jurídicos, repite y acrecienta los dilemasde la estrategia de los recientes 12 años. Los repite porque su operación está basada en la militarización general. Los acreciente porque crea un cuerpo militar con mucho más libertades de las que tiene el propio Ejército. Probablemente se trata del Ejército mismo con licencia policiaca. En su formato actual, nada impide que a la vuelta de unos meses acabe por entretejer sus intereses con los del propio crimen organizado. Ahora tendríamos no dos, sino tres volátiles estructuras militares nacionales.
El intento de erradicar la cuantiosa economía criminal es, sin duda, una novedad. Podría rendir efectos a mediano plazo. Sin este paso, que nunca dieron Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto, todos los demás pierden sentido rápidamente. El dilema es que arroja a las industrias del crimen a buscar ingresos en formas todavía más crueles: derechos de piso, extorsión, secuestros, etcétera. Sin embargo, no hay que olvidar que ocho de cada 10 integrantes de la economía criminal, optaría por abandonar el redil. ¿La razón?: quien ingresa a sus ejércitos rasos, está destinado a morir. La mayoría aceptaría salir incluso en condiciones desfavorables. Pero siempre quedaría algún por ciento de sus miembros constriñendo jueces y autoridades. ¿Qué hacer entonces?
La política social de Morena tiene un sello muy peculiar: finca una relación aislada e individualizante entre el Estado y sus beneficiarios. Cierto, es siempre mejor para la sociedad que los fondos para becas y apoyos lleguen a jóvenes y no capital salvaje. Lo nuevo es tal vez el programa dirigido a los ninis. Aquí los adolescentes deben involucrarse y trabajar en una empresa o una institución. Con esto se les abren otras perspectivas.
Sin embargo, en toda esta estrategia falta la parte fundamental: la participación de la sociedad. Sin la movilización de las comunidades contra jueces coludidos en el entramado criminal, sin la beligerancia ciudadana contra autoridades y gobernadores que representan el sostén de sus industrias, mucho quedará igual. Es aquí donde una nueva izquierda social podría encontrar un ámbito para su desarrollo. Morena no lo hará. No porque no que sea una organización de izquierda, que además nadie se lo pide. Las alianzas con las que llegó a Palacio Nacional delimitan sus alcances: sólo acotar y limitar el antiguo status quo.