Política económica contingente // Urge desarrollar a la industria
Carlos Fernández-Vega
Sube de tono la guerra de las bolas de cristal –la ofensiva de los adivinadores profesionales, con buena dosis ideológica– y, por lo mismo, se mantiene el intercambio de lecturas, pronósticos, cálculos, cartomancia, apuestas y conexos de los no pocos participantes en ella, que creen tener la última palabra sobre el devenir de la alicaída economía mexicana.
En ese sentido, el Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico (IDIC) advierte que la economía mexicana enfrenta su mayor reto desde la recesión de 2009, y la desaceleración ya tiene elementos de estancamiento económico en general, de una potencial recesión en la industria y una moderación del desempeño del mercado interno.
En su más reciente análisis –del que se toman los siguientes pasajes–, el IDIC propone que para evitar que lo descrito se profundice y exacerbe la precarización del mercado laboral, disminuya el bienestar de la sociedad, cause una merma en la salud financiera de las empresas, así como la recaudación tributaria del Estado, se debe instrumentar una estrategia de política económica e industrial contingente. De otra manera el gobierno de México se verá obligado a instrumentar una política de ajuste fiscal (ajuste macroeconómico) similar a la de otras épocas: restrictivo y característico del denominado modelo neoliberal.
El INEGI ha confirmado que, durante el primer trimestre del año, la economía mexicana pasó de la desaceleración al estancamiento. En ese periodo, con información oportuna, el crecimiento del producto interno bruto (PIB) fue de únicamente 0.2 por ciento, la proporción más baja desde el cuarto trimestre de 2009, cuando disminuyó 1.8 por ciento.
El mensaje de la economía es claro: México debe instrumentar un programa de desarrollo industrial que evite una mayor afectación al sector. La ausencia (desde hace décadas) de una estrategia integral en este sentido ha causado el freno de la economía.
La evidencia es contundente: de acuerdo con el reporte del Inegi, las actividades secundarias (industria) retrocedieron a tasa anual 2.1 por ciento, la mayor caída desde el cuarto trimestre de 2009. La variación anual negativa citada constituye el séptimo dato de este tipo para un trimestre desde 2010, lo cual muestra la carencia de una estrategia estructural para desarrollar al sector que debería ser el motor de crecimiento en la época de la cuarta revolución industrial.
Debe considerarse un aspecto adicional en el caso del sector industrial: la información oportuna del primer trimestre (-2.1 por ciento) se conjuga con el retroceso (-0.8) contabilizado en el último trimestre de 2018. Con ello se abre el debate en referencia a si este sector puede declararse oficialmente en recesión.
La afirmación previa surge del criterio de dos trimestres consecutivos de cifras negativas, que además coincide con la tendencia a la baja del ciclo industrial (se inició en julio del año pasado) y que se corrobora con el hecho de que la mayor parte de sus componentes (salvo manufacturas) exhiben datos negativos al comienzo de 2019.
El INEGI permite corroborar que la desaceleración se infiltró en el mercado interno: las señales previas de precarización del mercado laboral y de menor recaudación de IVA eran ciertas. El crecimiento de uno por ciento de las actividades terciarias (sector servicios) también es la menor cifra de crecimiento desde el cuarto trimestre de 2009.
Por su parte, el crecimiento del sector primario (5.6 por ciento, el más elevado desde el segundo trimestre de 2010) fue insuficiente para evitar el estancamiento económico, aunque sí logró evitar que el PIB fuera negativo.
Las rebanadas del pastel
El fiscal Alejandro Gertz Manero cuando menos ya le puso fecha al caso Odebrecht (te llaman, Emilio): en no más de dos meses judicializará la carpeta. Y de pilón, el desvío de recursos en Sedesol y Sedatu (te hablan, Rosario), y reponer el procedimiento en la investigación de Ayotzinapa. No es novedad, pero subrayó que la PGR encubrió delitos y dejó rezago y anarquía.
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La inseguridad rampante en la capital
La muerte de la estudiante Aideé Mendoza Jerónimo, por herida de bala, el lunes de la semana pasada en un salón de clases del Colegio de Ciencias y Humanidades Oriente, y sobre la cual aún no se tiene una versión delineada, volvió a llamar la atención pública sobre el recrudecimiento de la inseguridad en la capital de la República. Aunque por desgracia el homicidio referido es sólo uno más, tiene la singularidad de haberse registrado en un espacio que se supondría seguro por naturaleza, como debería ser el aula de un recinto universitario.
La reacción del gobierno capitalino para hacer frente a la violencia en los distintos planteles de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y del Instituto Politécnico Nacional ha sido diseñar un plan de seguridad, cuya primera etapa se denomina Senderos Seguros, en las inmediaciones de las escuelas, así como en el establecimiento de rutas de transporte público especial para estudiantes. Dicho programa se extenderá a las instalaciones del Colegio de Bachilleres y del Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica.
Aunque necesarias, estas acciones resultan insuficientes, incluso en el ámbito de los centros de enseñanza, dentro de los cuales se registra una incidencia creciente de delitos, como los de índole sexual, el robo, la extorsión y el tráfico de drogas.
Las soluciones se dificultan por el estatuto de autonomía que ostentan instituciones como la propia UNAM y las universidades Autónoma Metropolitana (UAM) y Autónoma de la Ciudad de México (UACM), estatuto que ha sido interpretado, con razón o sin ella, como una suerte de extraterritorialidad que impide o coarta la actuación de las corporaciones policiales adentro de los campus. Por lo demás, el problema no se circunscribe, desde luego, a los espacios universitarios, sino que afecta, con diversos grados de intensidad, a casi todas las zonas urbanas, genera zozobra creciente en la población de todas las condiciones socioeconómicas y crea una percepción de indefensión generalizada y un reclamo creciente ante las autoridades capitalinas.
Debe reconocerse que la actual administración de la ciudad, encabezada por Claudia Sheinbaum, heredó una seguridad pública severamente descompuesta, entre otros factores, por la corrupción y por el empecinamiento del anterior jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, en negarse a reconocer que en la Ciudad de México actuaba ya el crimen organizado que ha asolado otras urbes y regiones del país. Para mayor dificultad, la crisis de violencia delictiva e inseguridad es de índole nacional y demanda de una estrecha coordinación y colaboración entre las autoridades federal y la estatal.
Sin desconocer esos hechos, y teniendo en mente que en cinco meses no puede revertirse la degradación de la seguridad pública que se ha desarrollado en 12 años, es claro que el gobierno capitalino debe actuar con rapidez en múltiples terrenos para empezar a revertir la alarmante situación: en tanto la aplicación de programas sociales, educativos y de salud dan frutos apreciables en la reducción de la pobreza, la exclusión y la marginación –causas profundas del auge delictivo–, son indispensables las acciones en el ámbito de la seguridad propiamente dicha, empezando por el saneamiento, la restructuración, la profesionalización y la dignificación de las corporaciones policiales de la ciudad, así como la consolidación de mecanismos de inteligencia que permitan desmantelar las múltiples bandas delictivas que aquí operan. Sean esas u otras, las soluciones deben empezar a aplicarse ya, porque cada día que pasa en las actuales circunstancias representa un sufrimiento social enorme y un alimento a la exasperación.