Durante abril pasado las peticiones de refugio en México alcanzaron una cifra sin precedente y se incrementan mes tras mes, lo que ha generado una situación casi de colapso en la frontera sur del país, advirtió el sábado anterior Andrés Ramírez, titular de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar). Según el funcionario, a finales de 2019 las solicitudes de refugio podrían llegar a 60 mil, más del doble que las registradas el año pasado, circunstancia en la que la capacidad operativa de la Comar es muy limitada.
Cada día tiende a incrementarse el flujo de personas oriundas de otras naciones al territorio nacional. La porción más importante de este río humano procede de la vecina Centroamérica (Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua), Cuba, Haití y Venezuela, y cada vez es más numerosa la presencia de asiáticos y africanos que buscan refugio o transitan por México con el fin de internarse en Estados Unidos. La situación de crisis no sólo amenaza con desbordar la frontera sur, sino también la que divide a nuestro país de Estados Unidos, pues Washington sólo permite el paso a cuentagotas de los decenas de miles de migrantes que intentan llegar a su territorio a través del nuestro. Ya hay en Tijuana pequeñas comunidades de extranjeros a la espera de una autorización incierta, e incluso improbable, de ingreso a suelo estadunidense, y es lógico suponer que esta situación se agudizará en los meses próximos.
El escenario señalado plantea desafíos de primer orden a las autoridades nacionales y a la sociedad mexicana. Por principio de cuentas, el país no dispone de una infraestructura suficiente ni de presupuestos adecuados para albergar a decenas de miles y cubrir sus necesidades básicas. Por otra parte, este flujo migratorio gravita de manera negativa en la de por sí complicada relación bilateral con el gobierno de Donald Trump; en lo que respecta a la sociedad, resultan alarmantes los brotes de xenofobia y racismo que han despertado las caravanas de migrantes originadas en Centroamérica y la llegada de personas de otros países necesitadas de transitar por el nuestro o de encontrar asilo aquí.
El primero de esos puntos hace necesario pedir la asistencia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y de gestionar en el máximo organismo internacional un incremento en los recursos para esa dependencia, así como un ejercicio transparente, eficiente y racional de los mismos. Es sabido que en las oficinas de la ONU suele haber lujo y derroche y la porción de los presupuestos empleados en el trabajo de campo suele ser incluso menor que la destinada a gastos administrativos y viáticos desproporcionados para los funcionarios.
Por otra parte, y a la espera de que se concrete el planteamiento presidencial de una política multilateral para anclar las poblaciones nacionales y extranjeras a sus regiones de origen –y que, de surtir efecto, no lo hará previsiblemente a corto plazo–, la circunstancia demanda la formulación de una cuidadosa estrategia diplomática hacia Washington, así como la inclusión en las proyecciones gubernamentales de un programa de emergencia para atención a migrantes y refugiados.
Resulta urgente, por último, emprender una campaña intensiva y masiva de concientización dirigida a la ciudadanía en general en la que se exponga que los migrantes y solicitantes de refugio no son enemigos, culpables o delincuentes y, al contrario, merecen el trato digno y humanitario que el gobierno y sectores de la sociedad de Estados Unidos negaron siempre a nuestros connacionales en ese país.
Desde el otro lado
La elegibilidad, incógnita en la próxima elección
Arturo Balderas Rodríguez
Es curioso que los tres candidatos que tienen más posibilidades de ganar la elección a la presidencia de Estados Unidos en 2020 sean mayores de 70 años. Curioso, pero no extraño, ya que de acuerdo con el demógrafo William Frey, (Brookings, diciembre2018) el crecimiento poblacional en Estados Unidos es el más bajo desde 1937.
Sanders y Biden son los precandidatos demócratas de más edad entre los 21 que hasta ahora han anunciado sus aspiraciones a la candidatura presidencial por ese partido. En el caso del Partido Republicano, al parecer el único virtual candidato es Donald Trump. En un estudio de la fundación PEW, (agosto 2018) se rebela que en 2016 43 por ciento de electores tenían entre 18 y 49 años, y el 56 por ciento más de 50. Aunque el electorado aumenta en términos absolutos, por diversas razones los de menor edad, particularmente aquellos entre 18 y 25 años, acuden menos a las urnas.
El grupo comprendido entre 18 y 50 años es el que Sanders apuesta a ganar. En cambio, los mayores de 50 años son en términos generales por los que el estatus demócrata considera serán determinantes en la elección de un candidato como Biden. En uno u otro caso, nada es seguro y el factor edad será sólo uno de los que influyan en las decisiones de los electores en 2020. El hecho es que la división en el partido demócrata en cuanto a elegibilidad (el precandidato que tiene mayores posibilidades de ganar la presidencia) es clara.
En un artículo reciente, Paul Krugman (NYT, 12/05/19) descarta el factor elegibilidad ya que es imposible de predecir. Asegura que el verdadero problema será posterior a la elección debido al enfrentamiento con una pared republicana que hará todo lo posible por boicotear un gobierno demócrata. Biden, con su carácter afable y su intención de acercarse a los republicanos en la búsqueda de compromisos para un gobierno bipartidista, pretende reeditar un pasado que ya se demostró inviable. Tendría los mismos problemas de Obama cuando intentó establecer acuerdos con los republicanos que en última instancia sistemáticamente los rompieron. Sanders, por su lado, vive en un futuro imaginario pensando que una gigantesca ola popular limpiará todos los obstáculos para gobernar, concluye Krugman.
En cualquier caso, la posibilidad de un futuro gobierno navegando en aguas tranquilas, bien sea que Sanders, Biden o cualquier otro demócrata llegue a la presidencia, puede ser sólo una quimera.