Bernardo Bátiz V.
La tragedia del CCH Oriente es múltiple: muere una joven en el salón de clases; de pronto, como un rayo que nadie sabe de dónde vino, rompe apenas su piel, sin ruido. El estallido del disparo no se escuchó, detonó lejos, quizás provino de un asalto o fue un disparo de un obtuso celebrando cualquier tontería, como se hacía en la noche libre del 15 de septiembre, cuando los irresponsables detonaban armas hacia arriba, como si las balas que suben no bajaran en una parábola tan mortífera como el disparo horizontal.
Doña Ernestina Godoy, la procuradora de Justicia de la Ciudad de México, atenta, solidaria, profesional, encabeza el trabajo para esclarecer la verdad, nada fácil de encontrar, y hacer justicia; los peritos calculan, tratan de reconstruir lo sucedido: ¿por dónde entró la bala a la clase?, ¿de dónde provino? Son hipótesis que requieren experiencia y conocimientos; los investigadores interrogan al maestro al frente del grupo y a los compañeros de clase, testigos involuntarios, cualquiera de ellos pudo haber sido la víctima. Lo son en cierta manera, no se borrará de la mente de compañeros y docente el día aciago, de la muerte inopinada, inoportuna, que troncha una vida joven de una compañera, una esperanza como la de ellos, sin razón alguna sin explicación posible a padres y amigos.
Las causas de la tragedia son varias, quizás la más profunda es la descomposición social, el abandono de los valores que unen a la comunidad; hay otra que muchos se plantean, que es obvia: son las armas; abundan, es fácil conseguirlas aun cuando ya no hay tiendas especializadas como antes de 1990, cuando se podían comprar en armerías abiertas al público. Ahora no, están prohibidas, pero así y todo abundan, diario salen a relucir en asaltos, en pleitos entre vecinos o líos de celos o en incidentes de tránsito que llegan a mayores.
Hay mucha gente armada, las armas pueden ocultarse entre la ropa, en las mochilas, en los portafolios. Armas cortas o largas, de repetición, automáticas, con muchos tiros o uno solo, como las pistolas tipo pluma. Las usan abiertamente los guardias, los escoltas o jóvenes que de dos en dos circulan por toda la ciudad en motocicletas o motonetas en busca de víctimas a las cuales intimidar para arrebatarles sus pertenencias.
Parecería que la solución simplemente consiste en prohibir las armas, en desarmar a la gente; el gobierno capitalino ha emprendido campañas exitosas para canjear pistolas y rifles por despensas o dinero; hemos visto las fotos de esos canjes que desarman a algunos. El Código Penal sanciona la portación de armas y a pesar de la inseguridad en medios de transporte y en la vía pública, algunos, los delincuentes y los guardianes de quien puede pagarlas, las cargan tranquilamente: otros, los simples ciudadanos, si las traen para su defensa corren el riesgo de ser detenidos y consignados.
Las cosas no son tan fáciles; en la Revolución Francesa uno de los reclamos del Estado llano fue que las armas, vieja costumbre medieval, sólo podían usarlas y ostentarlas los nobles, los comunes tenían que atenerse a sus puños o a lo más, a un mal garrote o a una piedra. Uno de los derechos conquistados por los nuevos ciudadanos, fue este: si todos somos iguales, podemos todos portar armas, los de la clase alta y los del pueblo bajo.
Parece injusto que solamente puedan andar armados los poderosos y sus servidores y que todos los demás corran riesgos atenidos a su buena suerte. Nuestra constitución liberal de 1857 estableció que todo hombre tiene derecho de poseer y portar armas para su seguridad y legítima defensa. La ley señalará cuáles son las prohibidas y las penas en que incurren los que las portan.
La Constitución vigente repite la idea, los mexicanos tenemos derecho a poseer armas en nuestro domicilio para seguridad y legítima defensa, pero con excepción de las prohibidas por la ley y las reservadas a las fuerzas armadas. ¿Armas o no armas?, ¿portarlas o no? El dilema no es tan fácil.
jusbb3609@hotmail.com
Las OSC y el futuro de México
Miguel Concha
Las declaraciones del presidente López Obrador sobre las organizaciones de la sociedad civil (OSC) han causado revuelo y confusión. Aunque también son la oportunidad para reflexionar acerca del aporte que han hecho y sobre el papel que podrían tener en la construcción de la vida pública de México.
Un grupo numeroso de personas que han participado desde décadas atrás en las organizaciones civiles del país, constituyeron con esta pretensión una plataforma a la que llamaron las cuatro D, en referencia a los valores fundamentales que orientan a una posición de izquierda contemporánea: la democracia, los derechos humanos, el desarrollo sustentable y la diversidad, a partir de la cual elaboraron un pronunciamiento que denominaron Las Organizaciones Civiles en el Futuro de México, La Jornada 2/5/2019, página 16.
No es propósito de ese pronunciamiento convencer al Presidente, aunque sería magnífico que éste fuera uno de sus resultados. Lo que sí se quiere es contribuir a un profundo proceso de reflexión, en interlocución con los diversos sectores sociales, entre las propias OSC, para responder a la interrogante sobre lo que a cada quien le toca hacer para lograr el tan anhelado cambio verdadero del país.
El manifiesto aclara que las OSC no son toda la sociedad civil, pues ésta es diversa. “Una parte de ella –dice–, muy amplia, y que se manifiesta a través de múltiples organizaciones, desde hace décadas ha sido defensora de innumerables causas populares, de los derechos humanos, de la democracia y de los intereses nacionales”. El recuento que realizan es breve, pero en cada uno hay sin duda una parte de la historia contemporánea del país que hoy todos vivimos, como lo fue el apoyar el diálogo, contribuir a la construcción de la paz e impedir el genocidio en Chiapas como respuesta al levantamiento del EZLN; oponerse al despojo de tierras de indígenas y campesinas; apoyar a las víctimas de los sismos del 85 y de 2017, e iniciar la observación electoral, de la que por cierto el primer caso fue en Tabasco.
Lo anterior y mucho más como parte de un sentido histórico más amplio. Por ello afirman: “De esa manera hemos combatido al neoliberalismo; también lo hemos hecho pugnando por políticas económicas que dejen de ser concentradoras del ingreso y promotoras de la desigualdad, y por políticas sociales que no se limiten a distribuir dádivas entre ‘beneficiarios’, sin que se atiendan las causas estructurales de la desigualdad y la pobreza”.
Eso llevó a las OSC a promover lo que es aún un pendiente de importancia. Vale decir, recuerdan, la democracia participati-va, esto es, la obligación de abrir a la participación ciudadana el diseño, ejecución y evaluación de políticas públicas. También por ello para estas OSC la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo y su posterior aprobación en la Cámara de Diputados son la ocasión obligada para abrir los asuntos de interés fundamental a la opinión del público y tomar realmente en cuenta las propuestas que de él surjan.
Los planteamientos anteriores, disponibles en la página http://bit.ly/lacuatrod, invitan a las OSC a participar en el debate de estos temas, a los que añado. ¿Durará todo el sexenio de AMLO su malestar con las OSC? Parece poco probable que eso ocurra, aunque para estas organizaciones no sería nuevo actuar sin la autorización del poder político, pues esa ha sido su experiencia desde hace décadas. Lo que de cara al futuro, y a las propuestas que ha reiterado el Presidente, queda en duda, es si los programas sociales que pretende llevar a cabo serán posibles sin el concurso de la sociedad civil. No para recibir recursos a través de ellos, sino para generar las capacidades organizativas de la población que les permitan desarrollar sus capacidades productivas.
Si se pensara que tales propósitos serían alcanzados sólo con la participación de la burocracia, esto conllevaría el riesgo del fracaso económico o, peor aún, del intento de reconstruir el corporativismo estatal, contra el cual han luchado las organizaciones civiles y sociales, y cuyo resultado ha sido la apertura de caminos democráticos.
Si no se pretendiera la confrontación permanente, entonces habrá que pensar cómo podría realizarse –con autonomía– la colaboración entre gobierno, organizaciones civiles y los múltiples actores de la sociedad. Su punto de partida deberá ser el diálogo, y para ello hay que crear condiciones; la primera es el reconocimiento mutuo. El diálogo deberá ser en torno de las prioridades del país –el Plan Nacional de Desarrollo es una estupenda ocasión– y por lo mismo sería también sobre la democracia, los derechos humanos, el desarrollo y la diversidad. México tiene ahora la oportunidad de cambiar, pero nadie puede lograrlo solo con los actores políticos. Se requiere también de la sociedad.