Bernardo Bátiz V.
Durante décadas, casi un siglo, la política en México se identificó con un solo partido: el PRI, llamado el partido oficial, identificado no sólo con el gobierno, sino con el país mismo; el PRI era el gobierno y el gobierno era México. Según comentaban en el café los politólogos improvisados de antaño, funcionaban en el país solamente dos instituciones y eran suficientes, la Presidencia de la República y el partidazo, lo demás era inexistente.
Su parafernalia era complicada en apariencia, las notas distintivas, un catálogo de frases fáciles de aprender; unos pocos gestos y algunos prejuicios compartidos. El Presidente todo lo resolvía, no se movía una hoja de árbol si el no lo autorizaba, el partido era su instrumento eficaz, siempre bien aceitado y funcionando; el genial Raúl Prieto, en sus Perlas Japonesas firmadas con el seudónimo Nikito Nipongo, lo comparaba con una aplanadora avanzando en las elecciones locales o federales, presidenciales o intermedias, aplastando todo a su paso; nada se le oponía. Quien quería participar en cualquier nivel, tenía que hacerlo por conducto del invencible, otro seudónimo.
La oposición tenía las posibilidades que el sistema le dejaba; un chiste muy socorrido de los años 70 era afirmar que existían tres formas infalibles de jugar al tío Lolo, de hacerse tonto solo, y esas tres eran en este orden: jugar a la lotería, sembrar de temporal y ser candidato del PAN. Tenía el juego de palabras algo de verdad, sólo que muchos, desde entonces nos tomamos en serio y se fue abriendo lentamente espacio a la democracia.
Así era el sistema; sus signos y gestos consistían en pequeñas recetas. Por ejemplo, vestir traje de gabardina, jugar al frontón y, algo muy importante, los abrazos efusivos con sonoras palmadas en la espalda; también los saludos de mano tocando la muñeca del saludado con el dedo índice, señal misteriosa tomada de las logias que aún sobrevivían.
Para tener éxito en esa política oficial, había que ser muy disciplinado, dócil con el de arriba –servil, si era necesario– y duro con los de abajo; la recompensa, una curul, un empleo; a los de más suerte, una oficialía mayor o un escaño en el Senado. Picar piedra, llegar poco a poco, el que se mueve no sale en la foto, no me den, póngame donde hay. Si se cumplían esas y otras pocas reglas, el resultado era en pocos años, tener una casa elegante en alguna buena colonia de la capital, uno o dos edificios de apartamentos, eso para la generalidad, los preferidos del mandatario, algo más, la casa podría estar en las Lomas y al menos otra en Cuernavaca o Acapulco. Los de más abajo se conformaban con mucho menos, pero algo alcanzaban, había regadío parejo la Revolución les hacía justicia.
Pero el mundo rueda y el tiempo pasa; la clase política del sombrero texano, de los trajes claros de gabardina, de los ruidosos abrazos fue envejeciendo y sus cachorros, los cachorros de la Revolución, ya no se conformaron con tan poco. Cambiaban los estilos y crecían las ambiciones; la siguiente generación venía de la universidad. Llegó la era de los abogados, se pretendían y a veces lo eran, letrados y tenían más aspiraciones que su progenitores.
La ambición rebasó límites y tiempo después parecía, se pensaba, que la ambición de entonces no sería superada, pero sí lo fue; ulteriormente arribaron los tecnócratas, era la misma maquinaría política bien aceitada, pero nuevas aspiraciones y compromisos; entonces la casita en Narvarte y el edificio en Polanco se los dejaron a sus choferes y para ellos el horizonte incluía cuando menos una gran mansión en alguna ciudad de Estados Unidos y los más sofisticados, un castillo en Normandía; por supuesto, para sostener esas propiedades, muchas cuentas en Suiza o en algún paraíso fiscal, mantener lujos no es fácil, la vida buena es cara.
Pero hasta lo mejor se termina. No se midieron y hartaron a la gente. Todavía lograron incorporar a los partidos históricos de oposición, pero no al pueblo, ni a su líder que hoy es ya Presidente de la República; surgió algo nuevo de más abajo, del pueblo mismo y con un gran esfuerzo, con una férrea constancia, sucedió, muchos no fueron comprados ni cooptados, se conservó la esperanza y a la postre, sin violencia, el sistema se derrumbó ante el alud de sufragios.
Quedó atrás esa cultura, de las sonoras palmadas, de los acarreos, de los pastores en las cámaras, de los dóciles y aborregados. Aparecen los nuevos signos de la política, la participación directa, las consultas, la austeridad, el trabajo desde la madrugada. Nuevos simbolismos, quedan desterrados los términos compadre, hueso, padrino, ¿que hora es?, la que usted diga, señor Presidente. Un ciudadano común y corriente decía cuando se le preguntaba, yo no soy político, yo vivo de mi trabajo.
Cambiaron las cosas, no es ya vergüenza ser político, la justa medianía destierra a la opulencia; el cambio se instaló, ahora hay que cuidarlo y no será fácil.
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Sociedad y reciprocidad
León Bendesky
Tomemos por conveniencia la descripción genérica que ofrece Paul Collier acerca del descontento creciente que existe hoy en el capitalismo global y que puede apreciarse en distintas manifestaciones a lo largo del mundo.
Lo plantea de manera directa, al referirse a las profundas fisuras que están desgarrando las estructuras sociales, acarreando nuevas ansiedades en la gente y nuevas pasiones en la política.
Hoy, en México, esta descripción no es extraña. La degradación ostensible de la forma de gobernar, que culminó en la transición que se inició formalmente en las pasadas elecciones, ha sido muy expresiva al respecto. Se ha abierto, sin duda, un periodo de fuertes ajustes, en lo que se propone como una nueva dirección en materia política junto a la gestión económica. El proceso no será terso, exige decisión y acomodo de todas las partes involucradas. También requiere mucha cautela.
Si dejamos de lado por un momento el localismo provocado y agravado por los enormes problemas reales del país con sus apreciables consecuencias, podemos apreciar aquí algunas expresiones actuales de dicha ansiedad y pasión.
En Brasil el cambio político en los pasados dos años ha sido severo y conflictivo. Las fuerzas políticas se han reacomodado, como han hecho igualmente las exigencias sociales. En Argentina no amaina la crisis, a la par de la confrontación (incluida la gran bronca entre las barras futboleras de Boca Juniors y River Plate).
En Gran Bretaña, los políticos no aciertan en ofrecer a los ciudadanos un acuerdo satisfactorio sobre la iniciativa para dejar la Unión Europea. El Parlamento podría orillar a un nuevo referend sobre el Brexit.
En Francia, un alza al precio de los combustibles ha desatado una protesta social de magnitud que indica la verdadera hondura del descontento de parte de la población con el modo en que funciona esa sociedad, con las tensiones que provocan las relaciones económicas y el severo ajuste fiscal. El gobierno no logra apaciguar el enfrentamiento en las calles de una creciente ola de chalecos amarillos, quienes parecen actuar de manera espontánea pero que irán organizándose más a medida que se alargue el conflicto.
Lula está en la cárcel; Theresa May está a punto de perder su puesto al frente del gobierno; Macron afronta una nueva crisis social, la peor de su gobierno. Angela Merkel libró apenas la sucesión del liderazgo de su partido frente a una poderosa facción que proponía un giro mayor hacia la derecha desde el centro, que ella ha liderado por 18 años entre los conservadores de la Unión Demócrata Cristiana. Los casos se multiplican en Europa: Italia, Polonia, Hungría y ahora España con el giro a la derecha en Andalucía, protagonizado por el avance electoral del partido Vox, a lo que se suma una persistente confrontación en Cataluña.
Collier considera las visibles fracturas entre los que mantienen una condición de ventaja en términos, por ejemplo, de acceso a educación, salud, trabajo e ingreso frente a la creciente y dilatada exclusión social. También la que se extiende entre los habitantes de metrópolis y provincias que están en proceso de abandono y decadencia. (Recuérdese que el término provincia se origina en la Roma antigua y se refería a los territorios conquistados y sometidos a la jurisdicción de un magistrado romano).
Parte visible de los fenómenos sociales que se aprecian actualmente corresponde a las reacciones, sean desde la derecha o la izquierda políticas, para afrontar la frustración y el desaliento popular. No son todas del mismo signo. Sus formas van cada vez más desde una cierta moderación al extremismo abierto. Ninguna tiene asegurada la superación de los conflictos. Falta todavía mucho por ver en los fenómenos en curso y la manera en que se manifiesten.
Los conflictos pueden agravarse, y de eso no hay duda. El marco que prevalece está signado, siguiendo a Collier, pero advertido por cualquiera que siga los procesos en curso por una estructura financiera desbocada, una presión fiscal muy fuerte, la naturaleza desanclada de la globalización, la carrera tecnológica con efectos desquiciantes y la forzada migración masiva de poblaciones que exhibe las presiones sociales que se han gestado.
Collier plantea que el terreno de las disputas es económico, pero también ético. La introducción de esta última consideración es relevante, pero admitamos que no es elemento clave o común en la manera en que se tratan las confrontaciones abiertas en el mundo.
La situación se expresa en términos de obligaciones recíprocas, noción que no es evidente cuando de lo que se trata es de integrarlas de modo propositivo y eficaz en la gestión política. No obstante, no puede eludirse la reciprocidad en el entorno de una sociedad compleja y dentro de la acción del gobierno. Todo esto es parte integral de la problemática noción de la inclusión, pero esto, hoy, parece ir a la zaga.