Víctor M. Toledo*
La polémica en torno al Tren Maya no termina, por supuesto, con el aval que recibió en la pasada consulta; apenas comienza. Este artículo pretende contribuir al debate, partiendo de dos premisas. Primero, que es necesario distinguir entre los impactos que causará su construcción (mil 525 kilómetros de vías) y los que generará, a corto, mediano y largo plazos, sobre sus habitantes actuales. Segundo, que como sucede con toda innovación tecnológica, sus efectos dependerán del juego de fuerzas políticas, económicas y culturales que dicha innovación desencadene. Nada garantiza que una vía de tren traiga progreso y bienestar de manera automática. Tampoco nada indica que se convierta en factor de destrucción o deterioro. Todo depende de las fuerzas económicas, políticas y culturales en contradicción. Dado que el impacto del tendido de las vías del tren será sobre trazos ferroviarios o carreteros existentes, nos concentramos en los impactos que este proyecto tendría sobre las dinámicas de toda la región.
En México, buena parte de la discusión parte del temor de que este megaproyecto se convierta en otro de los que han azolado innumerables regiones del país en las décadas pasadas. Nuestro recuento alcanza 560 conflictos y resistencias socioambientales en el país (mapa 1*), provocados por megaproyectos mineros, energéticos, por agua, carreteros, turísticos, etcétera. La pregunta es: ¿cómo puede garantizar un gobierno que se declara antineoliberal realizar megaproyectos que no repitan lo que los gobiernos neoliberales impulsaron a diestra y siniestra?
Hoy, la península de Yucatán es un gigantesco escenario donde se desarrolla una batalla entre tradición y modernidad, entre resistencias locales y fuerzas globales, entre memoria biocultural y amnesia modernizadora, esta vez con los referentes geopolíticos invertidos. En el centro se ubican las resistencias, basadas en una alianza milenaria entre natura y cultura, y en la periferia se implantan y expanden los enclaves de una modernización depredadora. Mérida, Cancún, Campeche y Chetumal forman los mayores núcleos urbanos desde donde se irradia el progreso hacia donde habita una cultura y de manera exitosa ¡desde hace 3 mil años! Los mayas alcanzan la cifra de 2.2 millones (Inegi, 2015), que representan 66 por ciento del estado de Yucatán, y 44 por ciento de Campeche y Quintana Roo.
Los polos modernizadores fincan su emporio fundamentalmente en los desarrollos turísticos, comerciales e inmobiliarios. Hasta ahora, estos desarrollos causan deterioro y pérdida del patrimonio biocultural y modifican sustancialmente los paisajes al afectar ríos subterráneos, manantiales, cenotes, etcétera, para levantar ciudades, hoteles... Hasta ahora la industria turística de lujo, regida por capitales trasnacionales, no ha generado progreso equilibrado y justo, sino lo que en el resto del país consiguieron tres décadas de políticas neoliberales.
Sin embargo, tierras adentro, las resistencias bioculturales y geopolíticas logran mantener todavía grandes porciones de la selva maya (mapa 2) y unos 3 mil sitios arqueológicos. El corazón de la península rebosa de experiencias guiadas por la cooperación. Un panorama general (mapa 3) incluye las cooperativas productoras de chicle (3 mil productores y sus familias), los 49 ejidos con reservas comunitarias (100 mil hectáreas de selva), los ejidos forestales del sur de Quintana Roo que manejan un millón de hectáreas, los 20 mil apicultores organizados en 169 cooperativas (mapa 4) que exportan miel a Europa, e innumerables proyectos agroecológicos sobre la milpa maya. A lo anterior debe sumarse el surgimiento de la Reserva Biocultural del Puuc, una iniciativa de cinco municipios mayas (Muna, Ticul, Santa Elena, Oxkutzcab y Tekax), con una superficie de 136 mil hectáreas (mapa 5), y las numerosas cooperativas y redes de artesanías, alimentos o de turismo alternativo. Estas experiencias constituyen ejemplos de una economía ecológica, social y solidaria, donde se dan acumulación colectiva de riqueza y defensa biocultural.
En suma, para que el Tren Maya sea la realización de un sueño y no una nueva pesadilla, ese proyecto debe inscribirse en el contexto de un Plan Maya por la Vida para toda la región, que se construya como una modernidad desde abajo y para todos. Ello supone la participación articulada de los gobiernos federal, estatales y municipales, y de éstos con las comunidades, pueblos y ciudades. Dicho plan, que debe encabezar el nuevo gobierno, debe reconocer este conflicto civilizatorio, ponerse del lado correcto, y realizarse con la colaboración no sólo de los pueblos y organizaciones mayas, sino de los centros académicos, sus investigadores y técnicos, las organizaciones conservacionistas, y las empresas sociales y privadas de la región.
* La versión completa de este artículo, incluyendo mapas, videos y bibliografía