Ayer, 3 de mayo, fecha designada como Día Mundial de la Libertad de Prensa por la Organización de las Naciones Unidas, gobiernos, medios y organizaciones sociales del mundo se ocuparon de formular recuentos, señalamientos y críticas a la situación del ejercicio de informar que prevalece en el planeta. No se puede ignorar que el oficio de periodista pasa por momentos inciertos y oscuros, que hay un retroceso insoslayable en la manera en que los poderes políticos, económicos y delictivos entienden la tarea informativa, y que en el momento actual el trabajo periodístico se ha convertido en una actividad de alto riesgo, tanto para profesionales como para aficionados que encuentran tribunas informales en las redes sociales.
Así, en Estados Unidos, una misión del Comité de Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés) consideró que “al acusar abierta y agresivamente a periodistas y medios de mentir y producir ‘noticias fabricadas’, el actual gobierno amenaza con minar la Primera Enmienda (de la constitución estadunidense, que garantiza el derecho a la libertad de expresión) y crea una cultura de intimidación y hostilidad en la que los periodistas se encuentran menos seguros”. El señalamiento es veraz, pero omite que Washington ha sido hostil a la libertad de información y de expresión desde antes de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, como lo pone de manifiesto la persecución en contra de Julian Assange –quien lleva ya casi seis años refugiado en la embajada de Ecuador en Londres), Edward Snowden –exiliado en Rusia– y otros informadores que han dado a conocer algunos de los aspectos más sórdidos del poder político de la superpotencia y de sus aliados.
Ciertamente, no son los gobiernos los únicos que hostigan a periodistas incómodos, tanto en los países desarrollados como en otras naciones de Asia, África y América Latina. Actualmente el principal enemigo de la libertad de expresión es el vínculo de complicidad y encubrimiento entre los gobernantes y los consorcios propietarios de los medios informativos. Es en el contexto de esas complicidades inconfesables en donde suelen gestarse los principales actos de censura, que van desde el silenciamiento hasta el hostigamiento laboral y el despido.
En lo que respecta a México, los peligros del oficio periodístico son mucho más agudos que en la mayor parte de las otras naciones y llega a equipararse con –si no es que a superar a– los que afrontan los informadores destacados en escenarios de guerra abierta, como el conflicto sirio.
Nuestro país vive una verdadera epidemia de ataques criminales en contra de informadores que resultan incómodos para funcionarios de alguno de los niveles de gobierno o para poderes fácticos generalmente vinculados con alguna instancia del poder público. De acuerdo con un reporte de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, de 2000 a la fecha 133 periodistas han sido asesinados en el país –40 de ellos, en lo que va del actual sexenio– y otros 21 han sufrido desaparición forzada. Tan sólo en los primeros cuatro meses del presente año, según un recuento de la organización europea Reporteros Sin Fronteras, 23 periodistas han muerto de manera violenta, cuatro de ellos –una bloguera, un reportero independiente y dos diaristas– presumiblemente debido a su trabajo periodístico.
El año pasado, entre marzo y abril, los corresponsales de La Jornada en Chihuahua y en Culiacán, Miroslava Breach Velducea y Javier Valdez Cárdenas, respectivamente, fueron asesinados, de acuerdo con los indicios disponibles, por estamentos delictivos que percibieron en el trabajo de nuestros compañeros una amenaza a sus intereses. Hasta la fecha, ambas muertes permanecen impunes.
De poco sirven los buenos propósitos formulados por los gobernantes en el Día Mundial de la Libertad de Prensa si no van acompañados de la voluntad política necesaria para garantizar de manera efectiva la libertad de expresión de los periodistas y el derecho a la información de las audiencias. Y tal voluntad no sólo pasa por esclarecer los cientos de asesinatos de periodistas sino también por cesar toda forma de hostigamiento, intimidación y acoso judicial a quienes, con su trabajo desde cualquier plataforma, pugnan por mantener informada a la sociedad, una condición indispensable para la vigencia del estado de derecho y para cualquier perspectiva de democratización de la vida pública.