En un reciente informe, el Instituto Igarapé –un organismo de Brasil dedicado a estudiar las relaciones entre seguridad, justicia y desarrollo– advierte, una vez más, sobre la preocupante situación que genera la inseguridad en América Latina y enfatiza la necesidad de encontrar soluciones urgentes e innovadoras para el problema.
Ni el diagnóstico ni el llamado de atención sobre el tema son nuevos, pero el informe actualiza algunas cifras que dan cuenta de la magnitud y frecuencia que han alcanzado los distintos delitos que golpean a la sociedad, y alerta sobre la inquietante posibilidad de que la violencia juegue un papel (obviamente negativo) en los procesos electorales que se están llevando a cabo o que tendrán lugar próximamente en países del área. Señala, por ejemplo, que aunque en el subcontinente americano vive sólo 8 por ciento de la población mundial en él se registran 33 por ciento de los crímenes que se cometen en el mundo, y no vacila en apuntar que el nuestro es un continente homicida.
Para colmo, la tendencia que advierten los investigadores de Igarapé en materia de violencia es a la alza, lo que configura un panorama aún más inquietante que el actual, lo cual no es poco decir habida cuenta de las elevadas tasas delictivas que padecemos en México y que no muestran indicios de mengua.
Señala el informe comentado, asimismo, que existen grandes dificultades para construir indicadores confiables en torno al fenómeno, porque los que hay se basan principalmente en datos provenientes de organismos de seguridad, en estadísticas de salud y en compilaciones judiciales, y estas fuentes adolecen de un considerable subregistro. Esto viene a significar que no estamos todo lo mal que creemos, sino peor. En todo caso, se impone revisar seriamente las metodologías para recoger, clasificar y ordenar la información sobre las distintas manifestaciones de la violencia, así como para cuantificar mejor a las víctimas y disponer así de un cuadro más apegado a la realidad.
El trabajo realizado por el instituto brasileño se suma a un gran número de estudios llevados a cabo en muchos países del mundo sobre el tema, que sin embargo no son utilizados para llevar a cabo un análisis de gran alcance, integral y concluyente, sobre las causas del constante crecimiento de la inseguridad a escala global. Sin desconocer el aporte que todos ellos representan para buscar vías de solución al problema, la mayoría tienen un carácter más bien provisorio, coyuntural y generalmente confinado a un solo país o una región.
El año pasado, una investigación del Instituto Alemán para Estudios Globales y de Área argumentaba que, aparte de atacar las causas sociales que general la violencia y la consecuente inseguridad, resultaría imperativo que las élites dirigentes empezaran por respetar el derecho y las leyes, porque sólo así sería posible iniciar un proceso para que la violencia pierda legitimidad en la esfera social. Y apuntaba también que ahora, a diferencia de hace una o dos décadas, cuando la noción de derechos humanos no estaba tan presente en todos los ámbitos, se sostiene que los métodos violentos no pueden ser un medio para la solución de conflictos colectivos, interestatales, intraestatales y desde luego individuales, lo que visibiliza más los episodios violentos y aumenta la sensación de inseguridad.
Es indiscutible que, más allá de la percepción general sobre la frágil condición que muestra la seguridad, ésta se encuentra seriamente debilitada, lo que permite que los sectores políticos partidarios de la mano dura y la tolerancia cero hagan uso del tema para llevar agua a su molino. Los gobiernos y partidos de la derecha suelen incentivar las justas preocupaciones de la gente en torno a la inseguridad, para proponer y cuando pueden aplicar medidas punitivas que si bien han probado ser ineficaces para reducir los índices de violencia e incrementar la seguridad, son recibidas con alivio por buena parte de la sociedad, inadvertida de que en el proceso se van erosionando, poco a poco, sus propias garantías individuales.