José Antonio Rojas Nieto
La llamada reforma energética involucró modificaciones sustantivas a los artículos 25, 27 y 28 de la Constitución. Entre otras dos renuncias fundamentales: 1) a tener el control directo por parte de la Nación de los excedentes petroleros; 2) a concebir y operar el suministro eléctrico como un servicio público.
Diría Perogrullo: todo cambia con esos dos cambios. Pues, bien, de ellos se derivó una serie extensa –muy extensa– de leyes, reglamentos, normas y manuales. Decir una veintena de documentos es decir poco.
Sí, hoy dan vida a ese monstruo que ya observamos y vivimos cotidianamente. Ya son notorias, por cierto, algunas de las mentiras de impulsores y apologetas de esta reforma: baja de precios de gasolinas, diésel, gas licuado del petróleo, incluso de electricidad. Pero también es notoria la enorme complejidad –conceptual, normativa e institucional– que involucró esta reforma.
En lo fundamental por la falsa urgencia con la que se impulsó, se aprobó y se instrumentó, pero también por la falta de preparación de instituciones y personas para implantarla con inteligencia y astucia. Pero también con prudencia. Múltiples ejemplos lo muestran, indico dos que deberemos profundizar próximamente: 1) la evolución reciente de la débil producción interna de gasolinas y la evolución de sus precios; 2) el volátil comportamiento de las tarifas de electricidad luego de la aplicación de un errático esquema.
Al menos por estos dos problemas e independientemente de quién resulte triunfador en las próximas elecciones, será necesaria una revisión, imprescindible, que incluya la asignación de contratos petroleros, pero no sólo eso, también sobre el futuro de las refinerías y no sólo sobre el papel de las nuevas compañías petroleras en la comercialización de gasolinas y diésel o de las nuevas compañías privadas que generarán electricidad.
Debe contemplar a las empresas petroleras y eléctricas internacionales que ya llegaron y no únicamente a comercializar destilados o a producir electricidad a partir de unas fuentes renovables que –al menos hasta antes de las reformas de diciembre del 2013– se consideraban de propiedad originaria nacional. Sí, me refiero a los recursos naturales: agua, sol y viento, entre otros.
Y a la propiedad también nacional de las rentas derivadas de su aprovechamiento. Pero esto ya cambió. De acuerdo con los nuevos términos constitucionales es posible la inversión privada en prácticamente todas las fases de las industrias petrolera. Incluso, y a pesar de todo, de la industria eléctrica y en general de todas las actividades energéticas.
Vayamos por partes para imaginar –así sea un poco– el futuro de esta reforma de acuerdo con las opciones de cambio presidencial. Primero. Es cierto que en el artículo 25 constitucional todavía se indica que el sector público tendrá a su cargo, de manera exclusiva, las áreas estratégicas que se señalan en el artículo 28, párrafo cuarto de la Constitución, manteniendo siempre el gobierno federal la propiedad y el control sobre los organismos y empresas productivas del Estado (nueva figura de 2013) que en su caso se establezcan.
Asimismo –veamos por el momento lo petrolero–, que en el artículo 27 de la Constitución se ratifica que tratándose del petróleo y de los hidrocarburos sólidos, líquidos y gaseosos en el subsuelo la propiedad de la Nación es inalienable e imprescriptible. Y que no se otorgarán concesiones. Ya no se dice –como en el anterior texto constitucional– que no se otorgarán contratos ni que subsistirán los que en su caso se hayan otorgado ni que la Nación llevará a cabo la explotación de esos productos en los términos que señale la ley reglamentaria respectiva.
Ahora el nuevo texto constitucional indica –párrafos sexto y séptimo de este nuevo artículo 27 de la Constitución del 20 de diciembre de 2013– que con el propósito de obtener ingresos para el Estado que contribuyan al desarrollo de largo plazo de la Nación (sic), ésta llevará a cabo las actividades de exploración y extracción del petróleo y demás hidrocarburos mediante asignaciones a empresas productivas del Estado o a través de contratos con éstas o –aquí el cambio de fondo– con particulares en los términos de la ley reglamentaria. Se profundiza esta nueva visión cuando se añade que para cumplir con el objeto de dichas asignaciones o contratos las empresas productivas del Estado podrán contratar con particulares.
No obstante, aclara que en cualquier caso los hidrocarburos en el subsuelo son propiedad de la Nación y que así deberá afirmarse en las asignaciones o contratos, pero en el 28 ya no se indica –como antes– que son estratégicos el petróleo, los demás hidrocarburos y la petroquímica básica, de donde derivaba la exclusividad de la Nación, sin que pudiera ser calificada de monopolio. Se dice –en sustitución y únicamente– que es estratégica la exploración y extracción del petróleo y de los demás hidrocarburos, en los términos de los párrafos sexto y séptimo del artículo 27 de esta Constitución, precisamente los señalados. ¡Cambio radical!
Aquí es necesario recordar algo. Este sólo puede ser revertido si el Congreso lo aprueba, mediante la Cámara de Diputados y el Senado, por el voto de las dos terceras partes de los presentes. Además, que también lo apruebe la mayoría absoluta (mitad más una) de las legislaturas de los estados.
Cualquier formulación sobre la necesidad o la conveniencia de detener o echar para atrás la reforma energética obliga a una reflexión asentada sobre sus límites y posibilidades. Incluso –hay que decirlo– sobre los ámbitos específicos en los que podría o no convenir hacerlo. Pero esto lo veremos aún. Sin duda.
antoniorn@economia.unam.mx