Tras el encuentro sostenido el viernes pasado por Kim Jong-un y Moon Jae-in, jefes de Estado de Corea del Norte (República Popular Democrática de Corea) y Corea del Sur (República de Corea), se dio a conocer que durante la entrevista el primero prometió desmantelar sus instalaciones para ensayos nucleares el mes próximo y que está dispuesto a invitar a observadores surcoreanos y estadunidenses a verificar el cumplimiento de tal oferta. Este sorpresivo gesto de distensión se agrega al encuentro mismo, a la programación de una reunión entre Kim Jong-un y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y al propósito formulado por ambos mandatarios coreanos de avanzar hacia la desnuclearización total de la península.
Tales resultados de los esfuerzos diplomáticos desplegados por Pyongyang y por Seúl constituyen victorias importantísimas para ambos gobernantes: mientras que Moon Jae-in ve compensada en los hechos su cuestionada política de acercamiento con el país vecino, Kim Jong-un logra presentarse de golpe como un hombre interesado en la paz, con lo que echa por tierra de un golpe todas las construcciones de la propaganda política occidental, despeja en buena medida las amenazas de agresión que han pendido sobre su país sin desprenderse, por el momento, de su armamento nuclear.
Por más que Trump haya pretendido montarse desde el viernes en los logros del encuentro de Panmunjom, localidad situada en la zona desmilitarizada que divide a ambos países desde el armisticio que puso fin a la Guerra de Corea hace 65 años, lo cierto es que lo avanzado allí constituye, por varias razones, una severa derrota para Washington y para su gestión en particular.
Debe señalarse, en primer lugar, que el proceso de reconciliación iniciado el pasado fin de semana se logró sin ninguna intervención de Estados Unidos, por más que el magnate que ejerce la presidencia de ese país asegure que fue fruto de su campaña de presiones máximas. Por otra parte, Trump se queda sin argumentos para seguir tensando la cuerda de la situación coreana y, lo peor de todo, para él, pierde uno de sus motivos favoritos de distracción ante los problemas domésticos que afronta.
Ciertamente, en los meses que lleva en la Casa Blanca, el republicano ha seguido fielmente el guion de amenazar o agredir a un tercer país cada vez que arrecian las investigaciones judiciales y legislativas que mantienen a su presidencia bajo cuestionamiento. Lo ha hecho con Irán, con Siria, con Corea y también, desde luego, con su virulenta retórica antimexicana.
El principio de arreglo en la península coreana es una buena noticia no sólo para los dos estados que se asientan en esa región –y que tienen como futuro lógico el convertirse en uno solo– sino para el conjunto de la comunidad internacional, que desde enero del año pasado ha vivido en la zozobra de los provocadores tuits de Trump. Pero no todo es positivo: es prudente preguntarse qué nuevo foco de tensión va a inventarse el aludido para sustituir el de Corea.