Francisco López Bárcenas
07 de diciembre de 2025 00:03
El 28 de febrero de 1992, el entonces presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, publicó una reforma al artículo cuarto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en los siguientes términos:
“La nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado”.
Era la primera vez en la historia del país que se reconocía la existencia de los pueblos indígenas. También era la primera en que no se reconocían sus derechos, sino se remitían a una ley que en el futuro llegará a aprobarse. Esto no sucedió porque dos años después, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional declaró la guerra al Estado mexicano y puso a discusión a fondo los derechos indígenas en México. Y hasta la fecha no se ha hecho.
El 8 de febrero de 2012, el Diario Oficial de la Federación publicó una reforma al artículo cuarto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para incorporar en ella el derecho humano al agua, dando 360 días al Congreso de la Unión para que aprobara la ley que lo reglamentara.
Cuando se venció el plazo constitucional y el Congreso no cumplió ese mandato, ciudadanos y organizaciones sociales se ampararon para obligarlo a hacerlo; el Poder Judicial federal protegió a los quejosos y ordenó al Poder Legislativo cumplir con su obligación, pero éste siguió en omisión, cayendo en desacato judicial. Finalmente, el pasado 3 de diciembre, después de una omisión de 12 años, se aprobó una ley que, dicen sus promotores, atiende el mandato constitucional de regular para garantizar el derecho humano al agua.
Dicen, porque voces de organizaciones sociales, de pequeños usuarios del agua y de académicos especializados en la materia cuestionan que al hacerlo se mantengan las disposiciones centrales de la Ley de Aguas Nacionales salinista, que permitió el acaparamiento y la mercantilización del agua.
Esto es claramente palpable en relación con los derechos de los pueblos indígenas. Las coincidencias se notan hasta en la forma. En la Ley General de Aguas, aprobada el 3 de diciembre, se reconocen los sistemas comunitarios de agua, sólo por exclusión de los servicios municipales, se establece que solamente podrán prestar los servicios de agua y saneamiento para uso personal y doméstico, sin fines de lucro, y su operación se regulará en una ley que emitan los estados.
La joya de la corona es el artículo 43 de la mencionada ley, el cual expresa que “los sistemas comunitarios de agua y saneamiento, y los servicios de agua para actividades productivas, administrados por los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas, serán regulados por la ley general reglamentaria del artículo segundo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”; es decir, la ley que regule la reforma sobre derechos indígenas, que se publicó el 30 de septiembre de 2024 y que debió publicarse desde finales del mismo año y hasta ahora no se ha hecho ni se sabe cuándo se hará. Sobre la oposición a los intentos de terceros de apropiarse del agua que existe en sus territorios no se dice nada.
El Poder Legislativo del gobierno del cambio adolece del mismo problema que el de tiempos de Carlos Salinas de Gortari, la época dorada del neoliberalismo. Piensan o imaginan que ignorando los derechos de los pueblos indígenas o reduciendo su alcance, éstos no van a ser ejercibles. Se equivocan.
En febrero de 1992, a la omisión legislativa había precedido la firma y ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre derechos de los pueblos indígenas y tribales, y a ese tratado acudieron los pueblos para hacer valer sus derechos. La omisión en la recién aprobada Ley General de Aguas viene precedida del reconocimiento en el derecho internacional de los territorios y recursos naturales de los pueblos indígenas, así como del derecho al agua como derecho humano, al cual nos hemos referido. A esas disposiciones se atienen y se seguirán ateniendo los pueblos indígenas a falta de regulación nacional de sus derechos.
Los pueblos no pierden del todo, saben que cuentan con el derecho internacional para defenderse; sobre todo, tienen experiencia de siglos que les dice que sólo organizándose y preparándose pueden defenderse. Quien más pierde es el Estado, que cada día que pasa profundiza su distancia de los indígenas, y esta ley es la más reciente prueba. Los que realmente ganan son los empresarios, pues el modelo para la obtención de las concesiones y el manejo sigue siendo el mismo, ya que las transformaciones que en la ley se introdujeron no lo modifican sustancialmente.
El derecho humano al agua, que debería ser el eje de la reforma, se ejercerá sobre el recurso hídrico que quede después de satisfacer las necesidades del mercado. La reforma a la Ley de Aguas Nacionales y la aprobación de la Ley General de Aguas muestra que el discurso que pregona el fin del neoliberalismo es sólo eso: un discurso que encubre la realidad y, como en el gatopardismo, a ésta la han ido cambiando no para acabar con ese modelo económico, sino para fortalecerlo y que siga teniendo larga vida.
El salinismo está más vivo que nunca.
Un simple accidente de Jafar Panahi
Rafael Aviña
Esta semana el cineasta iraní Jafar Panahi (1960) recibió en ausencia, la prohibición de abandonar su país durante dos años. La medida fue impuesta por un tribunal revolucionario por cargos de “propaganda contra el régimen y atentar contra la seguridad nacional”. Los antecedentes de Panahi con la justicia iraní incluyen una extensa serie de litigios, encarcelamientos y huelgas de hambre provocadas por sus obras cinematográficas y su postura pública respecto al gobierno. Las autoridades de la república islámica le impidieron realizar películas durante 20 años desde 2010 y pese a ello, Panahi se las ha ingeniado para filmar teniendo todo en contra.
No es casual quizá, que su nueva película, Un simple accidente ( Yek Tasadef sadeh, Irán-Francia-Luxemburgo-Estados Unidos, 2025) obtuviera la Palma de Oro en Cannes, un festival cuyos jurados no sólo tomaron en cuenta la hábil, sensible y eficaz narrativa del filme, sino el arrojo político de un cineasta dueño de una sencillez admirable y al mismo tiempo capaz de proponer una profundidad social fuera de serie como ocurre a su vez con la obra de otros excepcionales realizadores iraníes como el desaparecido Abbas Kiarostami, Majid Majidi, Asghar Farhadi o Mohammad Rasoulof. Y es que, su más reciente trabajo, resulta una suerte de grito de rabia y una recapitulación de los horrores vividos ante la injusticia, intolerancia y violenta represión del régimen iraní.
Se trata de una cinta muy lejana a su debut con El globo blanco (1995); obra en apariencia sencilla cercana a los melodramas neorrealistas italianos y mexicanos de barriadas empobrecidas en la que Panahi narraba la historia de un niño y su hermanita en la víspera del Año Nuevo y su intento por recuperar un dinero perdido que su madre les confiaba con mucho sacrificio para comprar un pez. Tres décadas más tarde, Un simple accidente deja atrás ese conmovedor y divertido relato de inocencia infantil para sumergirse en una serie de situaciones no exentas de ironía, drama y suspenso cotidiano protagonizado por una serie de personajes que representan a la sociedad iraní actual: víctimas y victimario.
Abre con un prólogo bastante inquietante: en una carretera solitaria, un hombre que se traslada en auto con su mujer y su pequeña hija, atropella a un perro, ese incidente provocará una serie de inesperados eventos que unirán a un disímbolo grupo de personas acosadas y humilladas por el régimen y a su posible torturador: un hombre llamado Eghbal (Ebrahim Azizi) con una pierna protésica, cuyo sonido al arrastrarse no ha olvidado Vahid (Vahid Mobasseri), un modesto mecánico que decide golpearlo, secuestrarlo en una vagoneta y enterrarlo en el desierto, pero ante la duda de que estuviera equivocado decide llevarlo con otros conocidos que pudieran arrojar luz sobre su identidad: Shiva (Mariam Afshari), una fotógrafa de bodas, una pareja que se casará al día siguiente Goli y Ali (Hadis Pakbaten y Majid Panahi) y Hamid (Mohamad Ali), un sujeto agresivo que los alienta a matarlo.
Un simple accidente resulta un entretenido y al mismo tiempo un angustiante y devastador relato moral en el que cabe el road movie, la comedia negra y ácida casi surrealista, el drama social, el thriller político, la piedad y el reclamo de justicia. La eficacia narrativa de Panahi consigue que estos elementos encajen de una manera tan natural como sorprendente para realizar una crítica sutil a medio camino entre la propia e irónica obra de Panahi ( Esto no es una película, Taxi Teherán), el humanismo de Majidi ( Baran, Los hijos del sol), los desplomes éticos y opresivos de Farhadi ( El viajante, El héroe) y la reflexión sobre el oscurantismo teocrático represor iraní de Rasoulof ( La maldad no existe, La semilla del fruto sagrado).
Escenas tan divertidas como la de los policías corruptos, otras potentes como la del torturador abandonado con los ojos vendados, pero sobre todo, momentos de enorme introspección como la ayuda de las víctimas a la esposa del victimario a punto de dar a luz o la perturbadora escena final en la que Panahi parece decir que extirpar el mal en la sociedad será imposible.
Un simple accidente se exhibe en la Cineteca México, Cineteca Chapultepec, La Casa del Cine, Cinépolis y Cinemex.
Rosa Nissan
Elena Poniatowska
Todos los libros de Rosita Nissan publicados a lo largo de su vida son más que un libro: son una rebanada frutal y alimenticia que nutre y calma la sed de sus seguidores y de jóvenes lectores que admiran la forma en que habla de sí misma y del México que le ha tocado vivir con pasión, alegría y mucho sentido del humor.
Vi a Rosa por vez primera en el frontón que Alicia y Alfonso Trueba prestaban para impartir algunas clases a cargo de Vicente Quirarte, Gonzalo Celorio, Hugo Hiriart, Juan Villoro y otros grandes maestros de literatura. Cuando el presidente Luis Echeverría nombró a Rosario Castellanos embajadora en Israel, el Instituto Kairos que dirigía el padre Pardinas me mandó pedir que la remplazara, cosa imposible, porque ante todo yo era periodista. Después del frontón, Alicia Trueba construyó en su casa de San Ángel un salón de gran tamaño sólo para talleres literarios, y entonces supe lo que era la total devoción por la literatura de un grupo de hombres y mujeres que comentaba lecturas y acontecimientos culturales del llamado Distrito Federal. Lo hacían con pasión. Veinte hombres y mujeres esperaban en torno a una mesa la llegada de su maestro a las 10 de la mañana. En una de esas entró al salón con mucho desparpajo y graciosa gorrita en la cabeza una mujer que dijo en voz muy alta: “Soy Rosa Nissan”. Había una interrogación en su mirada y pensé, al ver el hambre en sus ojos: “ahí adentro hay algo muy distinto”. Todas las presentes amábamos la literatura y todas habíamos leído por lo menos a los grandes rusos, a Tolstoi, a Dostoievski y a ése escritor que todavía flota en el cielo, Antoine de St. Exupéry, quien nos envió a un Principito que supo caer de otro planeta y pedirle que por favor le dibujara un borrego. Todas éramos borregas en la realidad de nuestra vida de esposas y madres abnegadas.
Al leer los primeros textos de Rosa Nissan pensé: “ella sí tiene una rebeldía adentro”. Rosita aún no sabía que sería escritora y que iba a darnos su primera novela Novia que te vea, obra que no sólo se lee, sino que se bebe paladeándola y se guarda en la noche debajo de la almohada para poder abrirla de inmediato a la mañana siguiente.
En esos años, Rosa parecía una manzana, por eso los libros que escribió resultaron frutales. ¿Por qué nos los comíamos a mordidas? Porque Rosa confecciona una obra que llega al paladar y luego al estómago y finalmente se queda como si los hubieran sembrado en el Jardín de las delicias que es nuestro cuerpo.
Rosa era la más espontánea de todas las posibles escritoras, la más auténtica y, por tanto, la más valiente. Su prosa sorprendía y provocaba risas y sonrisas, como quien juega a la roña o a los encantados del recreo. Hinchada de palabras, todas esperábamos que salieran de su boca, y sobre todo de su pluma, para sonreír y, en muchas ocasiones, reírnos a carcajadas. Quienes amamos la literatura escuchamos a Rosa Nissan con gran atención y curiosidad.
Cuando Rosita llegó al Taller de Literatura de Alicia Trueba, hace 60 años o más, nos considerábamos unas pollitas que buscan semillas en la tierra, porque no imaginábamos cuál podría ser nuestro futuro y mucho menos que lograríamos publicar un libro. Madres de familia, ninguna pensaba en una vida de entrega a la literatura. Recién casada, Rosita tuvo cuatro hijos y se entregó a ellos día y noche, como ya ha escrito en novelas y cuentos. Un día después de dejar a sus niños en la escuela, preparar la comida, sacar la ropa de la lavadera y tirar la basura, decidió seguir su intuición y presentarse en el taller de literatura de Alicia y a Alfonso Trueba, quienes habrían de convertirse en dos grandes amigos. Todavía recuerdo a Rosita entrar al salón en el que la esperaba una mesa como de billar y decir con voz fuerte: “mi nombre es Rosa Nissan y quiero ser escritora”. Su gorrita roja de caperucita sin lobo nos hizo sonreír y la interrogación en sus ojos nos hizo comprender que era cosa de vida o muerte. Se sentó en la mesa rectangular para 24 personas, y los maestros Gonzalo Celorio –quien acaba de ganar el Cervantes 2025 y al que todas consideraban guapísimo, además de notable escritor–, Magda Solís y Hugo Hiriart la miraron con gran simpatía. Y de ahí para el real, Rosita salió a la conquista de las letras con una obra que le ha atraído muchos lectores.
Desde entonces, Rosa Nissan no ha dejado de publicar un libro tras otro a partir del sensacional Novia que te vea, que hizo que muchas recién casadas aprendieran a rebelarse ante el encierro y las largas sesiones de tele en las cuales su marido le pedía: “hazme piojito”. Todas las asistentes al taller abrazaron su sinceridad y su rebeldía. Rosa padecía su vida de recién casada con las socias del deportivo Israelita hasta que decidió lanzarse a otra alberca, la de la literatura, mediante talleres iniciados por un sacerdote católico, el padre Felipe Pardinas, quien renunció a su vocación y escandalizó a su época porque sus sermones liberales o libertarios tenían mucho jalón.
Rosa y yo hemos compartido lecturas y múltiples momentos de felicidad por libros leídos en común y conferencias oídas en la voz de maestros de la talla de Gonzalo Celorio, Juan Gelman, Juan Villoro, José Agustín, Agustín Ramos, Hugo Hiriart, Magda Solís y otros creadores. A partir de la publicación de Novia que te vea, Rosa empezó a viajar para hacer también una novela en esos vuelos a través de océanos que la liberaban y lanzaban a lo desconocido, lo otro. Rosa trató a sociedades de hombres, de mujeres inesperadas. Todo lo que ha vivido quedó escrito; las páginas leídas y hasta memorizadas la han enriquecido y han alimentado su creatividad a partir de su primera novela: Novia que te vea, después con sus Hisho que te nazca, Las tierras prometidas, No sólo para dormir es la noche, Los viajes de mi cuerpo, Me viene un modo de tristeza y su último libro, Cuántas rosas hay en un rosal.