Abanderados republicanos aún no reconocen el triunfo de Joe Biden
David Brooks Corresponsal
Periódico La Jornada Viernes 4 de noviembre de 2022, p. 29
Nueva York., Ante miles de amenazas de violencia contra políticos, investigaciones criminales por intentos de golpe de Estado y secuestros políticos, con una mayoría de candidatos republicanos declarando que no reconocen el triunfo del demócrata Joe Biden de hace dos años, y algunos afirmando que no aceptarán otro resultado que el que desean ahora, en las elecciones intermedias programadas para el próximo martes el sistema democrático mismo está en juego en Estados Unidos.
Agrupaciones ultraderechistas, incluidas organizaciones paramilitares armadas, intimidan a votantes cerca de casillas y buzones donde se pueden depositar votos adelantados, provocando disputas legales, mientras en varios estados autoridades conservadoras están abiertamente implementando medidas para suprimir el voto de sus contrincantes.
Autoridades electorales en varios estados se preparan para una ola de disputas mientras abundan los abusos en contra de personal en casillas y otras entidades electorales. Varios funcionarios comiciales locales han renunciado ante amenazas de violencia y otros hostigamientos que han continuado desde la elección presidencial de 2020.
Mientras, se han multiplicado las amenazas de violencia política contra legisladores. Según la policía del Capitolio, se registraron más de 9 mil 625 amenazas contra legisladores en 2021, un incremento multiplicado por 10 desde la elección de Donald Trump en 2016.
El viernes pasado, en un incidente que sacudió a la clase política, un fanático ultraderechista trumpista atacó a martillazos al esposo de Nancy Pelosi –la presidenta de la Cámara Baja federal y segunda en la línea de sucesión a la presidencia–, en su hogar en San Francisco, mientras gritaba ¿dónde está Nancy? (ella se encontraba en Washington). Ese era el mismo grito que corearon derechistas cuando asaltaron el Capitolio el 6 de enero de 2021, como parte de un intento de golpe de Estado impulsado por Donald Trump y sus cómplices. Agencias federales repiten que la mayor amenaza a la seguridad nacional del país proviene de agrupaciones derechistas extremistas, y circulan alertas sobre la posibilidad de actos violentos provocados por ellos durante esta coyuntura electoral.
Este es el contexto en que se llevan a cabo las elecciones intermedias en las cuales están en juego las 435 curules de la Cámara de Representantes, 35 de los 100 esca-ños del Senado y 36 (de un total de 50) gubernaturas estatales y otros puestos locales y estatales. Por ahora, los demócratas controlan la Cámara Baja, con una mayoría de 222 contra 213, y el Senado, donde hay un empate a 50, pero la vicepresidencia tiene el voto para romper empates y en este caso es demócrata. A nivel estatal los demócratas tienen 22 gubernaturas frente a 28 de los republicanos. Pero no sólo está en disputa el equilibrio del poder entre ambos partidos nacionales, sino, según el presidente, ex presidentes y otros líderes políticos, la existencia del sistema democrático.
Esta semana el presidente Joe Biden declaró que la democracia en sí está en juego en esta elección. Condenó la violencia política y la intimidación de los votantes, y ante las expresiones de candidatos republicanos que rehúsan comprometerse a reconocer los resultados declaró: no puedes amar a tu país sólo cuando ganas.
El ex presidente Barack Obama también ha enfatizado que la democracia estadunidense enfrenta un momento crucial en estas elecciones al acudir a tres estados para promover el voto, declarando en Arizona que ahí la democracia, tal como la conocemos, podría morir si ganan los que rechazan la legitimidad de resultados electorales durante los últimos dos años.
Aun si se logra superar todos los obstáculos y conflictos en el proceso electoral, varios republicanos han dejado claro que continuarán empleando la táctica de Trump de simplemente rechazar resultados adversos y cuestionar la integridad de la elección.
Cuando a Kari Lake, candidata republicana trumpista a gobernadora del estado de Arizona, le preguntó CNN si aceptará el resultado en caso de perder, respondió: ganaré la elección y aceptaré ese resultado. Ella es una prominente promotora de la gran mentira de Trump de que el triunfo le fue robado en 2020 por fraude realizado por la izquierda radical demócrata.
Lo que cultivó Trump desde entonces ha resultado en que 65 por ciento de los votantes republicanos aún perciben como ilegítima la presidencia de Biden, según una encuesta reciente de NBC News. Un gran número de los candidatos republicanos en esta elección –291– siguen rechazando el resultado de las elecciones de 2020, según The Washington Post.
Robert Reich, analista y ex secretario de Trabajo, dice que esta elección es diferente a todas las que ha atestiguado: “la pregunta más grande sobre las elecciones intermedias de 2022… es análoga a la pregunta que enfrentamos como nación en 1860 al deslizarnos hacia una guerra civil trágica. Es sobre si perdurará nuestra democracia”.
¿Un Bolsonaro en México?
Pedro Miguel
Sobre las instituciones brasileñas pende en el momento actual la amenaza de una revuelta bolsonarista, inspirada desde luego en el intento de golpe de Estado que Donald Trump instigó en Washington el 6 de enero del año pasado y que, ciertamente, ha encarnado en movimientos supremacistas y libertarios que se disponen a desconocer resultados que resulten negativos para los republicanos en las elecciones legislativas de este mes en Estados Unidos. Al igual que en ese país con el millonario neoyorquino, en Brasil los altos mandos de las fuerzas armadas no están dispuestos a emprender una aventura golpista, sin que ello implique descartar la posibilidad de que algunos oficiales aislados intenten unirse con todo y armas a algún disparate de Jair Bolsonaro. Pero le queda mucha gente de a pie y muchos funcionarios para intentar la desestabilización institucional en el periodo de transición que debe culminar el 1º de enero con la toma de posesión de Lula.
Es tan intrigante como estremecedor el hecho de que casi la mitad del electorado brasileño se haya volcado en respaldo de un individuo que carga con una enorme colección de adjetivos desfavorables: cínico, mentiroso, racista, misógino, homófobo, ignorante y, por encima de todo, o por todo ello, profundamente inepto como gobernante. Lo cierto es que Bolsonaro ha logrado convertirse, como él mismo lo dijo en la ambigua declaración que ofreció dos días después de los comicios, en líder de un enorme movimiento con hegemonía ideológica de ultraderecha en el que se amalgaman hacendados, buena parte del empresariado urbano, buena parte de la clase política, clases medias e incluso sectores populares depauperados.
El fenómeno debiera encender las alarmas en algunos países sudamericanos, particularmente, en Colombia, en Argentina y especialmente en Chile, donde el año pasado el pinochetista José Antonio Kast consiguió llegar a la segunda vuelta de la elección presidencial pasando por encima de las derechas tradicionales: el advenimiento del populismo fascistoide es más que una posibilidad, como lo demuestra el propio Bolsonaro, quien en 2018 obtuvo ya un primer mandato y hace unos días se quedó a un punto porcentual de lograr la relección.
Tal riesgo no aparece, por ahora, en el escenario mexicano, y no porque las derechas locales se hayan abstenido de emplear tácticas similares a las del energúmeno brasileño: igual mantienen una permanente emisión de campañas de difamación, se afanan en crear una fractura entre las fuerzas armadas y su mando supremo, invocan el fantasma del comunismo –con la variante de moda: homologar la presidencia obradorista con las dictaduras de Cuba y Venezuela–; recurren a los organismos autónomos que aún controlan y al Poder Judicial para obstaculizar las transformaciones; tratan de movilizar en contra del Diablo (lo llamen Andrés Manuel o Lula) a la sociedad; los corruptos de aquí y de allá han inventado la táctica de fabricar acusaciones de corrupción para neutralizar a sus adversarios.
No debe ignorarse, sin embargo, que en el gigante sudamericano el lawfare o guerra judicial de la derecha llegó mucho más lejos que en México: bajo el paraguas de imputaciones falsas, Dilma Rousseff fue víctima de un golpe de Estado legislativo, y el propio Lula pasó más de año y medio en la cárcel. Aquí, en cambio, la mayor parte de las embestidas judiciales de la oligarquía reaccionaria han sido de carácter defensivo y, literalmente, conservador, es decir, ejecutadas con el propósito de preservar negocios inmundos –como los contratos leoninos que endilgaron a la CFE– y privilegios injustificables, como los salarios babilónicos de la mafia tecnocrática del Instituto Nacional Electoral. En otros casos, han buscado retrasar o anular obras medulares como el AIFA o el Tren Maya. Pero ninguno de los intentos por fincar cargos penales a López Obrador y sus colaboradores ha tenido éxito.
A diferencia de Brasil, donde la ultraderecha fascistoide no oculta sus genes y recurre a valores como Dios, patria, familia, propiedad, en México los eslóganes de la reacción, mucho más hipócritas, usurpan causas tradicionales de la izquierda, como los derechos humanos, las causas de las mujeres y los pueblos originarios o el ecologismo. Y mientras Bolsonaro ha llevado a su país a posturas aislacionistas, nuestros reaccionarios son descaradamente entreguistas y acuden con frecuencia a Washington y a Bruselas para implorar la intervención de gobiernos y organismos multilaterales en asuntos que deben ser resueltos en exclusiva por la ciudadanía mexicana.
Pero la diferencia más importante entre ambos procesos es el grado de conciencia social de las mayorías, y ese se explica por cuatro años de transformación con sentido social y nacional que se articula con los valores emanados de la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana. Por eso aquí los aspirantes a Bolsonaro se quedan del tamaño político de Pedro Ferriz, Lilly Téllez o Gilberto Lozano.
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