viernes, 20 de mayo de 2022

España: monarquía degradada.

El rey emérito español, Juan Carlos I, regresó a su país tras casi dos años de exilio autoimpuesto en los Emiratos Árabes Unidos. El ex jefe de Estado aterrizó en la ciudad de Vigo (comunidad autónoma de Galicia) y de inmediato se trasladó al pueblo pesquero de Sanxenxo, donde participará en una regata deportiva. Se prevé que el próximo lunes se reúna con su hijo, el rey Felipe VI, para después tomar un avión de vuelta a Abu Dabi.
Juan Carlos I fue jefe del Estado español del 22 de noviembre de 1975 al 18 de junio de 2014, cuando abdicó en lo que fue visto como una operación para tratar de salvar la imagen pública de la Casa Real y la institución monárquica después de años de un acelerado desgaste debido a la mezcla de corrupción y escándalos personales. En particular, pesaron en la opinión pública el caso Nóos –empresa creada por su hija la infanta Cristina y su yerno Iñaki Urdangarin, a través de la cual se desviaron sumas millonarias supuestamente destinadas a la beneficencia–, así como la revelación de que se fue de cacería a Botsuana en abril de 2012, en momentos en que el país enfrentaba una grave crisis económica, episodio en el cual también salió a la luz su relación extramarital con la alemana Corinna Larsen.
Los escándalos no cesaron con su abdicación. Tiempo después se supo que heredó varios millones de euros de su padre, de los cuales nunca se aclaró si había pagado los impuestos respectivos y si el dinero fue ocultado en una cuenta secreta en Suiza. En junio de 2018, el Tribunal Supremo Español anunció la apertura de una investigación para determinar la responsabilidad del ex monarca en una trama de corrupción en la cual habría recibido 100 millones de euros por sus servicios de intermediario en la concesión de un contrato para construir en ferrocarril de alta velocidad a La Meca, en Arabia Saudita. Si las causas respectivas no prosperaron no fue porque se estableciera la inocencia del señalado, sino porque los tribunales decidieron hacer valer la inimputabilidad de la que gozó como jefe de Estado, aunque antes de esperar al desenlace de los procesos decidió salir del país en agosto de 2020.
El breve regreso para atender un evento de la alta sociedad deja ver que Juan Carlos I continúa aferrado a la vida de frivolidad y de espaldas a la opinión pública que provocaron su salida de La Zarzuela. Esta conducta es deplorable en quien fue el rostro de España ante el mundo por casi cuatro décadas, en el transcurso de las cuales ocurrieron episodios tan graves como el fallido golpe de Estado de 1981 o la decisión del gobierno de José María Aznar de sumar a ese país a la destrucción de Irak, emprendida por Estados Unidos en 2003. También fue este personaje quien se encontraba al frente del Estado español cuando éste se ostentaba ante el mundo como campeón de la democracia y se arrogaba –como no ha dejado de hacer– la facultad de dar lecciones acerca de cómo ha de conducirse un país.
Tampoco puede olvidarse que fue en el reinado de Juan Carlos de Borbón cuando se dio el proceso conocido como la reconquista de América Latina: el aprovechamiento de los capitales españoles de la crisis experimentada en la región en los años 90 para hacerse con el control de sectores estratégicos, de manera señalada el bancario, el energético y el de telecomunicaciones, si bien en México este fenómeno se dio hasta la década siguiente, con la llegada de los gobernantes del Partido Acción Nacional, quienes nunca disimularon su hispanofilia. Ante lo que hoy se sabe sobre el papel del ex monarca como gestor de las trasnacionales hispanas ante las clases políticas del exterior, es obligado preguntarse si desempeñó sus artes corruptoras de este lado del Atlántico y qué proyectos podrían encontrarse vinculados con sus actuaciones irregulares.

Los límites de la protesta como forma de lucha
Raúl Zibechi
Con su habitual lucidez, William I. Robinson se pregunta si la oleada mundial de protestas y movilizaciones será capaz de hacer frente al capitalismo global (https://bit.ly/3MjvBsl). En efecto, desde la crisis de 2008 se produce una cadena interminable de protestas y levantamientos populares. Recuerda que en los años previos a la pandemia hubo más de 100 grandes protestas que derribaron a 30 gobiernos.
Menciona la gigantesca movilización en Estados Unidos a raíz del asesinato de George Floyd, en mayo de 2020, que define como un levantamiento antirracista que llevó a más de 25 millones de personas, en su mayoría jóvenes, a las calles de cientos de ciudades de todo el país, la protesta masiva más grande en la historia de Estados Unidos.
En América Latina los levantamientos y revueltas en Ecuador, Chile, Nicaragua y, sobre todo, Colombia, tuvieron extensión, duración y profundidad como pocas veces se recuerda en este continente. La protesta colombiana paralizó el país durante tres meses, enseñó niveles de creatividad popular impresionantes (como los 25 puntos de resistencia en Cali) y modos de articulación entre pueblos, en la calle, abajo, absolutamente inéditos.
Robinson recuerda que las clases dominantes hicieron retroceder el ciclo de movilización, de fines de la década de 1960 y principios de los 70, a través de la globalización capitalista y la contrarrevolución neoliberal. Eso en el norte, porque en el sur global lo hicieron a pura bala y matanza.
Hacia el final de su artículo se pregunta cómo traducir la revuelta de masas en un proyecto que pueda desafiar el poder del capital global. La pregunta es válida. En principio, porque no lo sabemos, porque los gobiernos que surgieron luego de grandes revueltas no hicieron más que profundizar el capitalismo y promover la desorganización de los sectores populares.
Aunque participemos en grandes movilizaciones y en revueltas, que son parte de la cultura política de la protesta, es necesario comprender sus límites como mecanismos para transformar el mundo. No vamos a abandonarlas, pero podemos aprender a ir más allá, para ser capaces de construir lo nuevo y defenderlo.
Entre los límites que encuentro hay varios que quisiera poner a discusión.
El primero es que los gobiernos han aprendido a manejar la protesta, a través de un abanico de intervenciones que incluyen desde la represión hasta las concesiones parciales para reconducir la situación. Desde hace ya dos siglos la protesta se ha convertido en habitual, de modo que las clases dominantes y los equipos de gobierno ya no le temen como antaño, pero sobre todo saben ver en ella una oportunidad para ganar legitimidad.
Los de arriba saben que el momento clave es el declive, cuando se van apagando los fuegos de la movilización y gana fuerza la tendencia al retorno a lo cotidiano. Para los manifestantes, la desmovilización es un momento delicado, ya que puede significar un retroceso si no han sido capaces de construir organizaciones sólidas y duraderas.
El segundo límite deriva de la banalización de la protesta por su transformación en espectáculo. Algunos sectores buscan a través de este mecanismo impactar en la opinión pública, al punto que el espectáculo se ha convertido en un nuevo repertorio de la acción colectiva. La dependencia de los medios es una de las peores facetas de esta deriva.
El tercero se relaciona con el hecho de que los manifestantes no suelen encontrar espacios y tiempos para debatir qué se logró en la protesta, para evaluar cómo seguir, qué errores y qué aciertos se cometieron. Lo más grave es que a menudo esa evaluación la realizan los medios o los académicos, que no forman parte de los movimientos.
El cuarto límite que encuentro, es que las protestas son necesariamente esporádicas y ocasionales. Ningún sujeto colectivo puede estar todo el tiempo en la calle porque el desgaste es enorme. De modo que deben elegirse cuidadosamente los momentos para irrumpir, como vienen haciendo los pueblos originarios que se manifiestan cuando creen llegado el momento.
Debe existir un equilibrio entre la actividad hacia fuera y hacia dentro, entre la movilización exterior y la interior, sabiendo que ésta es clave para sostenerse como pueblos, para dar continuidad a la vida y para afirmarse como sujetos diferentes. Es en los momentos de repliegue interior cuando afirmamos nuestras características anticapitalistas.
Finalmente, la autonomía no se construye durante las protestas, sino antes, durante y después. Sobre todo antes. La protesta no debe ser algo meramente reactivo, porque de ese modo la iniciativa siempre está fuera del movimiento. La autonomía demanda un largo proceso de trabajo interior y exige una tensión diaria para mantenerla en pie.
Siento que nos debemos, como movimientos y colectivos, tiempos para el debate, porque no reproducir el sistema supone trabajarnos intensamente, sin espontaneidad, superando inercias para seguir creciendo.