A raíz del anuncio del gobierno sobre una visita de Estado de AMLO a Cuba hubo voces reprobatorias. Les ofende la forma de vida que hace 62 años soberanamente se dieron los cubanos y que a nosotros sólo nos corresponde respetar.
Los inconformes hacen juicios parciales al no considerar la relación más larga, constante y trascendente que México haya sostenido con cualquier país iberoamericano. Nuestros países guardan una identificación ejemplar de más de 500 años.
De la isla partió rumbo a México el primer grupo de españoles en 1518. Desde entonces la vinculación entre nuestras naciones ha sido estrechísima, solidaria y respetuosa. Mientras no hubo transporte aéreo trasatlántico, todo lo bueno y todo lo malo paso por La Habana.
En el siglo XIX las corrientes políticas liberales y ciertos personajes oscuros vivieron o pasaron por La Habana en pos de la simpatía extranjera, incierta esperanza o resignados al exilio. Hoy Cuba tiene relaciones diplomáticas con 194 estados, las que formalmente sostiene con México datan de 1903. Entonces, ¿de dónde viene la sorpresa y molestia por el viaje presidencial?
En ese largo plazo lo sustantivo ha sido no sólo referido a artes y cultura, ciencia y tecnología, sino llevándolo a fondo, celebrando el enriquecimiento étnico de comunidades nacionales con aportaciones de la negritud afrocubana. Los fortísimos vínculos son históricos, ya decíamos, de más de 500 años.
La isla en el siglo XIX acogió a nuestros liberales reformistas. Décadas después México hizo lo propio con José Martí. Luego vendría la presencia tolerada de Castro y sus guerrilleros en nuestro territorio, la expedición del Granma, Punta del Este, Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles y no sólo esas especies de índole político, están presentes y siempre vivas la literatura, la música y gastronomía, vigorosos eslabones.
Esta relación larga y compleja ha tenido tiempos tempestuosos. Un día de septiembre de 1969 uno de nuestros diplomáticos acreditados allá, el consejero Humberto Carrillo Colón, resultó agente de la CIA. México sufría una crisis de gobierno post-68. El gobierno cubano, prudente, dejó el caso en manos del nuestro. Nada pasó más que su despido.
Los gobiernos de Zedillo y Fox fueron particularmente hostiles. El primero tuvo encuentros con la oposición durante una visita de Estado a la isla. También se permitió regañar a Castro en el pleno de una Cumbre Iberoamericana.
Fox llegó a expulsar oficialmente al embajador cubano, medida extrema en la práctica diplomática. Pretextó que ciertos visitantes legalmente internados en México eran espías. También fue el autor de comes y te vas, indicando a Castro que pronto debía salir de Monterrey porque su presencia molestaba al presidente Bush.
Por encima de eso, de parte de Cuba, aún en su periodo proselitista fue respetuosa y cortés. Había una especie de pacto de mutuo respeto. Por nuestra parte y en respeto de sus derechos humanos, protegimos a cientos de balseros que huían de allá. Entonces vale preguntar por qué el Presidente mexicano no puede ser huésped de Cuba.
El imperio castiga a gobiernos que, según él, se desalinean, pero a pocos les afecta mayormente esa actitud. Nosotros, aún con costos, necesitamos sostener equilibrios plurales en nuestra política exterior que para otros países no son determinantes, otro día fue De Gaulle y Francia. Preguntemos a los reacios: ¿por qué no exponen razones con perspectiva en vez de sólo escenificar enojos vacíos?
En las relaciones entre ambos países siempre han estado presentes las presiones de EU. Hoy está distraído con su aventura pro hegemonía europea, pero ya volteará la cara al Caribe. Es una obsesión de siempre que en este momento está vinculado a sus elecciones de noviembre, que son un vive o muere de Biden y su partido.
Es inexplicable observar cómo un país tan pequeño como Cuba le genera tantas ronchas al Polifemo. Un pequeño país que, desaparecida la URSS, ya no tiene metrópoli ideológica y sus íntimas convicciones no dañan a nadie.
Conociendo la historia, México vislumbra el futuro. EU no cejará en su embestida contra la isla, acometida que en temas bilaterales puede tener su versión contra México. Recordemos los aranceles que hace tres años nos doblaron. La visita no es el error que los críticos señalan.
Ellos dicen que en un mundo global la defensa de nuestra política exterior es una antigualla. No se sabe qué argumenten, porque hoy la globalidad como modelo se tambalea. Esa que ayer llamábamos hegemonía y antes colonialismo. Por eso México se abraza a los principios de no intervención y autodeterminación buscando un eco protector de sus propios intereses.
Nuestra fórmula ha sido y es mantener las mejores relaciones con La Habana y estar juntos particularmente en los momentos más tensos. El mensaje de ello siempre fue que entendemos nuestra relación como símbolo de la libertad de los países para autodeterminarse. Te lo digo, Cuba; entiéndeme, Washington.
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El derecho de autodeterminación de pueblos y naciones
Gilberto López y Rivas /I
El principio de autodeterminación, entendido como el derecho de pueblos y naciones a elegir libremente su régimen político, económico y cultural, incluida la formación de un Estado independiente, y resolver todas las cuestiones relacionadas con su existencia, se consolida como un elemento fundamental del marco jurídico internacional, al menos formalmente, a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Carta de las Naciones Unidas especifica la igualdad de derechos entre las naciones y la autodeterminación de los pueblos. El principio de autodeterminación se encuentra asentado en varios documentos internacionales, como la Carta del Atlántico de 1941, la Declaración de las Naciones Unidas de 1942, la Conferencia de Yalta de 1945, entre otros. La finalización del conflicto bélico en 1945, sus repercusiones ideológicas y políticas, y el movimiento liberador de los pueblos de África y Asia durante las décadas siguientes, traen como consecuencia la formación de más de 50 estados, los cuales surgen en oposición a los poderes coloniales y neocoloniales triunfantes en esa guerra, como Estados Unidos, Inglaterra y Francia, así como en contra de otras metrópolis como Portugal, Bélgica, Holanda, Alemania, Italia y Japón. El principio de autodeterminación aparece formulado como un criterio genérico, en el que circunstancias concretas son las que se encargan de dar contenido preciso a ese derecho y, la mayoría de las veces, con escaso acatamiento por parte de los estados.
Históricamente, la autodeterminación tiene sus orígenes tempranos en el principio de las nacionalidades, el cual encuentra las mismas bases doctrinales que dieron lugar al surgimiento de la nación moderna y del principio de la soberanía nacional. El principio de las nacionalidades se formula plenamente en la primera mitad del siglo pasado, en un momento de efervescencia nacionalitaria que implicaba, en esencia, que cada nacionalidad tenía derecho a contar con un Estado propio. Con todo, el principio de la nacionalidad surge de las ideas de la Revolución Francesa y de la Constitución de 1791, en la que se señala que pueblos y estados gozarán de iguales derechos naturales y estarán sometidos a las mismas normas de justicia. Al introducir el principio de soberanía popular, la Revolución Francesa altera fundamentalmente la concepción prevaleciente del Estado, al unificar la idea de una unidad política, junto con la voluntad formal de un pueblo que deviene en nación. De la teoría revolucionaria de que el pueblo tiene el derecho a elegir su propio gobierno, esto es, un proceso que tiene lugar de abajo hacia arriba, se pasa a la reivindicación de que igualmente puede integrarse a uno u otro Estado, o de que puede constituir un Estado propio.
Como consecuencia de la democratización de la idea del Estado como producto de la voluntad popular y la integración del ciudadano a una forma política común, el Estado-nación, el nacionalismo, que se esparce a todos los confines del mundo, toma la forma teórica de la independencia o autodeterminación nacional, más allá de la intención de sus creadores originales. El principio de las nacionalidades por parte de los revolucionarios franceses se aplicó de manera selectiva y de acuerdo con los intereses de las nacientes burguesías, las cuales negaban ese derecho a los pueblos de sus propias colonias de ultramar o a los pueblos cuya independencia no era pertinente para la estabilidad del espacio político europeo.
El principio de las nacionalidades constituyó en realidad la expresión política de las burguesías europeas en el proceso de consolidación de sus estados nacionales y un instrumento de lucha contra los sistemas dinásticos que disponían de poblaciones y territorios a su arbitrio. Bajo este principio se lleva al cabo la unificación de Alemania e Italia, y de otros estados europeos que se establecieron a costa de los viejos imperios multinacionales ruso, turco y austrohúngaro.
No obstante, en el periodo de la expansión capitalista mundial, la burguesía de los países en los que había sido proclamado el principio de las nacionalidades renuncia a su aplicación, ya que el ideal de sus clases dirigentes en este momento no es el Estado nacional basado en la continuidad territorial, sino un Estado multinacional de tipo particular: el imperio neocolonial. Los capitalistas de estas metrópolis exportan sus capitales a las colonias frente a la estandarización de la producción masiva provocada por la Revolución Industrial, en búsqueda de nuevos mercados y nuevas fuentes de materias primas. De aquí que las burguesías europeas no tenían el menor propósito de extender el principio de las nacionalidades a los pueblos coloniales, expresándose las contradicciones entre el ideal metropolitano y las realidades y prácticas colonialistas que en su momento los teóricos de los movimientos anticoloniales habrían de reprocharle a la vieja Europa.