viernes, 29 de abril de 2022

Reforma electoral: por una auténtica democracia.

El gobierno federal presentó ayer su propuesta de reforma electoral con la que se busca afianzar la vida democrática del país. La amplia iniciativa incluye la modificación de 18 artículos constitucionales y la inclusión de siete transitorios, y entre sus contenidos de mayor calado se cuentan la sustitución del Instituto Nacional Electoral (INE) por el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas, la desaparición de las 200 diputaciones plurinominales, de los senadores de lista, de los organismos públicos locales electorales y los tribunales estatales electorales, la reducción del número de integrantes de congresos locales y regidurías, además del establecimiento de la votación popular como mecanismo de elección de los consejeros del órgano comicial y de los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Otro cambio trascendental sería el fin del financiamiento público a las actividades ordinarias de los partidos, a los cuales sólo se entregaría presupuesto para afrontar los comicios.
Como se indica desde el nombre del nuevo órgano propuesto para organizar las elecciones, la primera intención de la reforma es impulsar una democracia real, directa, participativa y, en consonancia con las lógicas de la Cuarta Transformación, libre de los intermediarios entre soberanía popular y conformación del poder político que caracterizaron a la gobernanza neoliberal y nunca cumplieron con su tarea de garantizar imparcialidad, certeza y legalidad. En efecto, hasta ahora la composición de los órganos electorales ha dependido de componendas alcanzadas por los partidos mediante negociaciones opacas, antidemocráticas y conducidas con el propósito de instrumentar al INE (antes Instituto Federal Electoral) y el TEPJF como cómplices para convalidar fraudes como el de 2006 y operaciones de compra abierta del voto como la ejecutada por el PRI en 2012. Tales fueron las consecuencias de poner la organización y calificación de los comicios en manos de personajes en deuda con quienes los auparon a puestos desde los que han disfrutado de canonjías sin cuento.
La segunda finalidad de la iniciativa es separar el poder económico del político. En este sentido, no escapa a los ciudadanos que la inyección prácticamente ilimitada de dinero a los partidos ha despolitizado los procesos de elección –es decir, los ha despojado de su naturaleza de espacios para dirimir proyectos alternativos para conducir los asuntos públicos– y los ha convertido en grandes negocios, hasta el punto en que se conforman partidos sin respaldo social ni ideología definida, con el propósito único de medrar con el presupuesto y las posiciones de poder. Esta confusión deliberada de la arena política con un mercado ha dado pie a la conformación de una élite pa-rásita que incluye a consejeros, asesores, firmas de consultoría y de imagen pública, agencias de publicidad y mercadotecnia, empresas de demoscopia, bufetes de abogados especializados en derecho electoral y demás giros que viven directa o indirectamente de las arcas públicas.
Poner fin a este sistema de simulación, especulación y tráfico de influencias puede verse como un acto de congruencia por parte de un gobierno surgido precisamente de un movimiento popular de repudio al régimen neoliberal oligárquico, y empeñado con la transformación de unas reglas de juego diseñadas para perpetuar un modelo que hoy por hoy ha perdido cualquier cariz de legitimidad. Como era previsible, la clase política que se vio desplazada tras el colapso de ese régimen reaccionó con manifestaciones destempladas al intento de empoderar a la ciudadanía y reducir el ámbito de la discrecionalidad y los acuerdos cupulares. La apasionada adhesión de la derecha política a la dirigencia del INE puso al descubierto, por enésima vez, el tipo de relaciones generadas por tales arreglos y la ausencia de un árbitro mínimamente objetivo y creíble.
Cabe esperar que, cuando la iniciativa sea enviada al Congreso para su discusión, los representantes populares sean leales al mandato de las urnas; sean capaces de responder a los anhelos de instalar una verdadera democracia; perciban el descrédito, cuando no repudio, de la sociedad a la clase política en su conformación actual, y no dejen que los poderes fácticos se impongan al bien común, como acaba de ocurrir con el rechazo a la reforma en materia eléctrica. Ello no implica que la propuesta sea perfecta ni que deba tramitarse sin mayor análisis: es comprensible y deseable que, en el transcurso de los debates, el texto preparado por el Ejecutivo se perfeccione y profundice a fin de crear el mejor modelo democrático posible.

Ante un mundo fracturado
Jorge Carrillo Olea
Hace 207 años, 1815, el mundo europeo concertado en el Congreso de Viena zurció una Europa perturbada por Napoleón. Había que satisfacer intereses surgidos a la caída del emperador. Era la egoísta intención de los países vencedores de ajustar Europa a la situación anterior a la revolución francesa (1789).
Aparecieron y desaparecieron países, principados y ducados. De ahí salió una supuesta armonía que duraría 100 años, 1914, momento en que otra vez Europa optó por la inmolación que a 20 años más tuvo un siguiente episodio con la Segunda Guerra Mundial. De ella surgieron el Tratado del Atlántico del Norte del Atlántico (OTAN) y su contraparte, el Pacto de Varsovia.
Aceptando toda diferencia, puede sugerirse que hoy deberíamos estar alertas de que la guerra Rusia-Ucrania, que en realidad es EU+Europa contra Rusia, contraiga algo mayúsculo de difícil pronóstico. Todo un reto para los que alguna responsabilidad les toque.
Como aquellas gráficas con que nos ilustraban cómo se separaron los continentes en el proceso de configurar las tierras emergidas, así podríamos ver la que refleje el futuro no muy lejano. Ha llegado el tiempo de descifrar lo que hoy es futuro y con él un mundo fracturado.
La guerra Rusia-Ucrania no es un encuentro bilateral, es una colisión y rechazo entre dos civilizaciones, dos formas de ser, dos ambiciones hegemónicas de rango histórico. Este-Oeste, son dos concepciones políticas, dos visiones de justicia, gobierno, compromiso social e ideales económicos.
Que termine la guerra cómo y cuándo se quiera, un mal tremendo ya ha sucedido, el que nos hará a todos perdedores. El reto es saber qué perdimos en este mundo diferente que parece será determinado primariamente por el comercio y las migraciones. Después de conocerlo habrá que derivar cómo restaurarlo.
Partiendo de lo general, puede decirse que existe una gran suma de dones universales que no apreciamos y es lo que está en riesgo. Es apreciar cómo oriente y occidente, norte y sur han enriquecido sus vidas recíprocamente en la medida que se han integrado a través de milenios de lo sutil del espíritu a lo intenso de sus realidades diarias.
Ciencia y arte, dudas y certezas, que por siglos fueron recíprocamente rechazadas hasta hace poco –siempre en términos históricos–, se habían amalgamado haciendo a las civilizaciones receptoras más ricas. Pero eso con mucho ya va rumbo a ser pasado.
Están reiniciándose viejos odios, fobias generadas hace siglos ahora fertilizadas por los episodios actuales. Actúan dos jinetes apocalípticos que son Putin y Biden, antecedente del hambre y del misterioso caballo blanco que se anuncian ya. Los puntos cardinales de la humanidad egoístamente se suponen únicos y consecuentemente incompatibles.
Regresa el espíritu belicista de las guerras europeas de siglos atrás, los mueven instintos colonialistas con su avaricia derivada. Ahora está de vuelta la polarización, todo el individualismo que se creía sustituido por algo llamado globalidad. Ni uno ni otro probó su excelencia.
Creímos que las rivalidades Este-Oeste o la del capitalismo-marxismo estaban ya contenidas. El desencuentro donde occidente creía siempre ser el único campeón. La democracia, entendida según el credo occidental, era el remedio a ser imitado. Todo esto fue santificado hasta que la arrogancia estadunidense condujo a la evidencia que existen otros modelos de creer, de ser y de anhelar.
China no acaba de definirse públicamente. Japón, Israel Corea del Sur y los países árabes proyanquis callan cada cual por sus propias razones. Esta tibia reacción ante lo terrible del conflicto muestra una moderación que preocupantemente huele a incertidumbre.
Latinoamérica se muestra indiferente y ciertos líderes –Argentina y Brasil– muestran empatía con Rusia y su Cid Campeador tal vez empujados por un imborrable sentimiento antiyanqui. Pero, si se duda del modelo rojo, ¿cuál es el sustituto? Después de tantos brincos históricos, ¿hacia dónde debemos mirar? ¿Regresar a los No Alineados, al tercer mundo?
Ante el conflicto bélico, la respuesta de México ha sido ambigua y no se le advierte reflexivo sobre su futuro derivado. Como efectos de la convulsión mundial, dentro de la nación no se percibe inquietud alguna. Nos distraen nuestros propios hervores.
Resignados, sabemos que geopolíticamente pertenecemos a Norteamérica. De ello derivamos ciertas ventajas y de paso nos ganamos la antipatía latinoamericana. ¿Podemos ignorar la nueva ola? Parece que no la hemos percibido o esperamos que alguien nos la revele.
La política exterior mexicana es así, sumamente cauta, con momentos estelares que nos honran. Con floridos discursos de solidaridad internacional, pero con hechos nativistas hasta el empacho que tienen cierto aroma a destiempo.
Hemos planteado que para el futuro universalmente el tema va más allá de lo lamentable de una guerra. Es el caso de un rompiendo mundial, un reto a la inteligencia nacional que es ver más allá del horizonte. Es asumir serias realidades. Es reciclar sin abandono los grandes objetivos nacionales, sus mecanismos y recursos de acción. Entonces, ante un mundo fracturado, ¿nosotros qué?
carrillooleajorge@gmail.com