El comportamiento reciente del covid-19 en China ha sido tan inesperado como sorprendente. Esto último porque el país en que se originó la pandemia suele ser reconocido entre los que han conseguido avances más sólidos y sostenidos en su contención y control. Lo primero, por apuntar el aparente regreso a una dinámica de rápida dispersión, en contraste con la tendencia hacia una reducción de nuevos contagios. La gran mayoría de las naciones considera haberla alcanzado esta primavera y ha implementado, o anunciado, el desmantelamiento de las acciones preventivas, hasta de las más elementales, como se ha subrayado en estas notas. Aclaro que, a la fecha de redacción de ésta, China ya no aparece en la nómina de las que registran mayor número de nuevos contagios –publicada diariamente en La Jornada y que el 23 de abril incluyó a (cifras en miles) Alemania, 89.7; Francia, 80.6; Sudcorea, 75.4; Italia, 70.5; Japón, 42.8; Australia, 41.3; Tailandia, 20.1; EUA, 14.2; Vietnam, 10.4, y Rusia, 8.8–. La expresión de los rebrotes de covid-19 en China es, por muchos motivos, comenzando por la dimensión poblacional del país, mucho más compleja y diversificada.
El mismo sábado 23, el número reportado de nuevos casos en China fue de 21 mil 796 –que la situaría como séptimo de los 10 citados– aunque el hecho distintivo, que motivó encabezados en todo el mundo, fue la reafirmación sin titubeos de la política de cero-covid y la consecuente prolongación o establecimiento de estrictas medidas de confinamiento y aislamiento social en algunas de las zonas urbanas más importantes y populosas de la nación, incluidas Pekín, la capital, Shanghái, el principal centro económico y financiero, y Shenzhen, la ciudad emblemática de la apertura y la reforma.
Los medios informativos externos han ofrecido una descripción detallada de las principales acciones adoptadas: “El presidente Xi Jinping reafirmó la determinación de su gobierno de erradicar la muy contagiosa variante ómicron del coronavirus mediante una campaña que ha aislado a docenas de ciudades y paralizado a la economía. Los estrictos confinamientos provocaron compras de pánico masivas, escasez generalizada de alimentos, y creciente malestar social […]. Jilin, en el norte del país, ha estado aislada por más de 50 días y ha realizado 40 rondas de pruebas clínicas del total de su población, pero registró aun 15 nuevos casos el sábado. La vecina ciudad industrial de Changchun ha estado igualmente confinada por más de cuatro semanas y reportó 172 nuevos casos el mismo día. […] En el distrito de Pudong, en Shanghái, se estableció una ‘cuarentena dura’, y se erigieron barreras de más de 1.5 metros de altura frente los edificios para impedir la salida de los residentes…” (Shanghai fences off apartment building entrances to tighten lockdown, Financial Times, 24/4/22.)
Se prestó también mucha atención a las consecuencias tanto de los rebrotes de covid-19 en China como de las medidas adoptadas para combatirlos sobre la economía de China y las corrientes mercantiles y financieras mundiales. En otro reportaje amplio, se señala: “Altos funcionarios chinos y medios de información vinculados al PCCh han insistido en los últimos días en que China no abandonará su política de ‘cero-covid’. El riesgo de una proliferación del virus es demasiado grande, de acuerdo con Ma Xiaowei, director de la Comisión Nacional de Salud de China. Nuestro país tiene una población muy grande, su desarrollo regional es muy desigual y los recursos sanitarios y médicos son, en general, inadecuados, escribió Ma. China, añadió, “tiene que oponerse claramente a las ideas erróneas, tan de moda, de ‘vivir con covid’.” (“China’s covid shutdownsgo far beyond Shanghai”, The New York Times, 19/4/22.)
Por el momento, al menos, está pagando el costo –económico, social y político– de tratar de erradicarlo. Los datos económicos recientes permiten apreciar parte de su magnitud. En el primer trimestre de 2022, el crecimiento de la economía de China frente al primer trimestre del año anterior se estima en 4.8 por ciento en términos reales. Sin embargo, “la mayor parte del mismo correspondió a enero y febrero. En marzo, la actividad económica se estancó porque primero Shenzhen, el polo tecnológico del sur, y luego Shanghái, la mayor ciudad del país, y otros importantes centros industriales entraron en confinamiento. Los cierres detuvieron las líneas de ensamble, paralizaron a los trabajadores, atraparon a los conductores de transportes y congestionaron los puertos. Encerraron en casa a cientos de millones de trabajadores (“China’s Economic Trends Hint at Cost of Zero Covid Strategy”, The New York Times, 17/4/22).
Sería prematuro, como sugiere el título, dar por fracasada a la política de covid-cero. Lo que resulta evidente es que supone sacrificios y costos cuantiosos para los que la instrumentan y para sus socios comerciales y financieros.
Musk y el tecnofeudalismo
Rosa Miriam Elizalde
Elon Musk ha comprado Twitter por 44 mil millones de dólares. Se trata de una operación financiera en el ámbito de la industria tecnológica y sólo hacen sombra la fusión de EMC Corp y Dell, y la absorción de Activisión/Blizzard/King por parte de la división de videojuegos de Microsoft (Xbox).
Según el comunicado de prensa en el que Musk anuncia la adquisición de la red social, se compromete a autenticar a todos los humanos, lo que ha sido interpretado por muchos como una declaración de guerra contra los bots, mientras otros especulan con la posibilidad de que desaparezca el control a los contenidos violentos y racistas, más el regreso de Trump a la red de la que fue expulsado. En lo que casi nadie se detiene es a meditar cuál puede ser el interés que tiene el hombre más rico del mundo en la identidad de los usuarios y el tráfico de la red social.
Twitter tiene más de 500 millones de usuarios, una cuarta parte de la población de Facebook, pero a diferencia de ésta y otras plataformas que han aplicado políticas de nombre real, la comunidad de microblogging ha permitido que las personas usen seudónimos o permanezcan en el anonimato. Esto podría cambiar definitivamente con Musk. ¿Por qué? Los que tienen cuentas verificadas en Twitter saben que esto requiere el acceso a datos personales sensibles –incluyendo la copia del pasaporte o el DNI–, y si hay algo que da dinero en la era del capitalismo salvaje es la información sensible que tienen las empresas sobre miles de millones de ciudadanos.
Cédric Durand llamó tecnofeudalismo a este fenómeno, en el que convergen los grandes monopolios, la dependencia de los sujetos a las plataformas tecnológicas y la confusión de la distinción entre lo económico y lo político. Estas mutaciones han transformado los procesos sociales y le han dado una nueva actualidad al feudalismo: somos los vasallos de unos señores feudales que capitalizan nuestro tiempo, nuestros gustos y nuestras emociones, con ganancias inimaginables para los pulpos del petróleo de hace menos de una década.
Todo el mundo está en Facebook o Instagram, Twitter o Tiktok. Si va a comprar algo, seguramente termina en Amazon. Esto, que puede no parecer pernicioso por sí mismo, alcanza un volumen crítico cuando la capitalización bursátil de un servicio supera el producto interno bruto (PIB) de conglomerados de países. Se trata de un poder supraestatal que ninguna institución pública y democrática controla: en 2021, el valor de Apple en la bolsa superaba la suma del PIB de 34 países africanos; en 2000, 84 familias concentraban 80 por ciento de los medios de comunicación en el mundo; hoy ese poder mediático está en manos de seis empresas, incluida la de Musk, Tesla, que se acaba de tragar a Twitter.
Gracias a nuestro trabajo invisibilizado y gratuito –se estima que de media pasamos tres horas y 15 minutos al día conectados a Internet– las aplicaciones y plataformas son más eficientes estudiando y modelando las conductas de los usuarios y, a la par, rentabilizan toda huella que dejamos en la red. Estamos atados a la gleba digital, y en este nuevo orden económico emergente los capitales abandonan la producción para concentrarse en la depredación. Dicho de otro modo, una férrea organización social y política, el tecnofeudalismo, está basado en el señorío de unos pocos sobre la servidumbre de la mayoría, nosotros.
No es una teoría conspiranoica. El concepto de tecnofeudalismo nació en los laboratorios políticos y las universidades y hay océanos de información y perspectivas científicas al respecto, pero Elon Musk ha llevado esta realidad a otro nivel al situarse en el límite entre lo verosímil y lo inverosímil, como suele hacer la ciencia ficción, con sus automóviles electrónicos, sus proyectos de colonización marciana, su Internet satelital que embasura el espacio y su jaula tuitera.
Con Twitter, Musk se acaba de meter en el cuerpo a cuerpo de los ejércitos que combinan las capacidades de manipulación de información y desinformación, la cibernética y la sicología, la ingeniería social y la biotecnología. Es la guerra cognitiva, cuya capacidad para explotar las vulnerabilidades del cerebro humano estamos viendo en todo su esplendor en Ucrania. Es ciencia, sin ficción y sin ética. Carlomagno y Cruzadas 4.0.