Cuando hablamos de identidad deberíamos empezar por buscarla en la diversidad. El Caribe, tan diverso y múltiple, es un universo complejo que se forma a través de los siglos con base en una mezcla de etnias de muy distinta procedencia, y de muy diversas culturas y lenguas, y que engloba variados territorios geográficos, continentales e insulares, distantes entre sí, pero que comparten elementos culturales fundamentales.
La cultura se vuelve un elemento crucial a la hora de hablar de diversidad, y al tratar de representar bajo un denominador común todo este conglomerado asombroso, y tan deslumbrante, que llamamos Caribe, y que desborda, en primer lugar, la llamada lógica geográfica.
Podemos describir un círculo que comprende toda la costa del Golfo de México, desde Florida hasta Yucatán y la costa maya, que baja por la cornisa de Centroamérica, hasta la costa de Colombia, Venezuela y las Guyanas, y de allí por ese mar mediterráneo nuestro que comprende las Antillas mayores y menores, islas a sotavento y barlovento, y marca la frontera hacia el Atlántico.
El Misisipi de Mark Twain y William Faulkner es un río del Caribe, como Nueva Orleans y todo el Dixieland del jazz es el Caribe, y el Orinoco de Rómulo Gallegos, y el Magdalena de Gabriel García Márquez son ríos del Caribe. Y la isla de Trinidad de V.S. Naipul es una isla del Caribe, como Santa Lucía de Derek Walcott, y su mar de Homero, y la Martinica de Aimé Césaire, y Guadalupe de Saint John Perse.
Pero el Caribe es también la costa del Pacífico de Centroamérica, tierras de selvas y volcanes de Rubén Darío y Miguel Ángel Asturias, y es Guayaquil, ya muy adentro, hacia el sur, de ese mismo océano Pacífico, y lo es también Salvador, Bahía, en el litoral atlántico brasileño, territorio de Jorge Amado.
Una diversidad de razas y de pueblos. Una gran olla en la lumbre, una gran cocina de lenguas y música y religiones y ritos. Los pueblos que ya estaban desde antes de la llegada de los conquistadores, zainos, arahuacos, caribes, mayas, nahuas, chibchas. Y españoles peninsulares de la Conquista, y los que siguieron llegando después, oleada tras oleada, y los colonos portugueses, los italianos pobres del sur, los judíos sefarditas y los de Europa oriental, los árabes de Siria y Líbano y los palestinos del imperio otomano, y los chinos de Cantón escondidos en los barcos en barriles de tocinos salados, los hindúes de Bombay, los holandeses luteranos, los corsarios franceses.
Y, sobre todo, y éste es un elemento común que suele obviarse, o rebajarse, los negros esclavos de África. Por todo el Caribe se multiplicó la población negra y mulata. Y fueron ellos quienes junto con los mestizos pelearon las guerras de independencia, y se diluyeron bajo los distintos disfraces del blanqueo, que fue un proceso ideológico de ocultamiento de identidad.
Pero la herencia africana es infaltable e inocultable. Sólo para mencionar la música, sin la que el Caribe no existiría como lo conocemos: del danzón a la guaracha, al merengue, la bachata, los porros, al mambo, las distintas variedades de la salsa; y más allá, hasta el sur del continente, el candombe, y la milonga y el tango, que tienen la imperdible marca africana.
Y el Caribe es también el territorio donde se han incubado las mejores ideas redentoras y los sueños más perversos, y se han fraguado proyectos de poder que podemos ver reflejados en la literatura, que los copia de la realidad de la historia.
Dónde si no habría de aparecer un personaje como Henri Christophe, al que encontramos en las páginas de El reino de este mundo, la novela de Alejo Carpentier. Era cocinero de una fonda en Haití, y llegaría a coronarse rey. E hizo construir en la cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière , cada bloque de piedra subido a lomo de sus súbditos esclavos, el antiguo esclavo dueño de esclavos.
Henri Christophe piensa en la opresión como esclavo, e imagina el poder como caudillo. Imagina con delirio. Y el delirio ha-bría de repetirse a partir de entonces a lo largo de la historia. Con otros nombres, y otros disfraces.
La novela del dictador tiene su cuna en el Caribe, de El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, a El recurso del método, de Alejo Carpentier, a El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, a La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa. Es la geografía del caudillo, que en uno y otro país llega al poder para no irse más, llena las cárceles de presos políticos, agrega títulos sin fin a su nombre, e impone el terror, la adulación y el silencio.
Porque el Caribe es también un territorio de sueños perdidos, y de extrañas convivencias. Un mundo rural, antiguo, anacrónico, que pretende ser moderno y que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado. Y la terca persistencia de aquel mundo viejo, al que nunca termina de comerse la polilla, produce el asombro en la literatura.
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Los doce césares
Rosa Miriam Elizalde
Clandestina, un pequeño negocio privado que vende ropa con diseño nacional en La Habana vieja, colgó este mensaje en Facebook el 7 de noviembre: se acabó el drama. Resumió en cuatro palabras la sensación colectiva de alivio ante la noticia de que habrá nuevo presidente en Estados Unidos a partir del 20 de enero.
Más que de satisfacción por la victoria de Joe Biden, la emoción es la del condenado al que le aflojan un poco el torniquete que no lo deja respirar. Está por concluir la peor administración de la historia estadunidense y la que, en medio de una pandemia mortal, ejecutó una implacable letanía de sanciones que no parecía tener fin y que ha afectado al ciudadano común en Cuba de todas las formas posibles.
Donald Trump castigó a los cubanos sin más motivo que el que lleva a un perro grande a intentar apoderarse de un hueso: cortó las remesas, persiguió los barcos petroleros, estranguló las finanzas, golpeó al turismo y calumnió a las brigadas médicas que han enfrentado al Covid-19. Por si fuera poco, fantaseó con que un grupo de colaboracionistas emigrados a Florida lo anclarían cuatro años más en la Casa Blanca.
No conozco a otro personaje de la política estadunidense que genere más desprecio. Es difícil no profesar con vehemencia este discreto sentimiento hacia quien se ha ganado entre los cubanos no sólo la reputación de déspota, sino la de hazmerreír en jefe. Francisco Rodríguez Cruz, un periodista de agudo sentido del humor, pedía con sorna ser justos con el presidente republicano: los únicos en el gobierno de Trump que trabajaron bastante, fueron los de la oficina contra Cuba. Y hasta esos están abandonando el barco.
Mauricio Claver-Carone, arquitecto de la política hacia Cuba y Venezuela en la Casa Blanca y actual presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), felicitó a Biden por su victoria. Trump debe haberlo sentido como una puñalada trapera. A nadie extrañaría un tuit del mandatario recordando a Claver-Carone que tiene ese puestecito gracias a él, porque lo sacó de un oscuro lobby anticubano en Washington y lo convirtió en asesor principal de su política para Latinoamérica antes de catapultarlo al BID.
Que los cubanos expresen alivio no significa que haya entusiasmo desbordado. La sicóloga Reina Fleitas comentó a IPS que Biden ha hecho pública la promesa de una política menos restrictiva hacia la isla, pero muchos políticos prometen y no cumplen, o lo hacen parcialmente, y eso nos obliga a no crearnos falsas expectativas.
El politólogo Esteban Morales Domínguez, coautor de un libro esencial para entender la historia de las relaciones entre los dos países, titulado De la confrontación a los intentos de normalización. La política de los Estados Unidos hacia Cuba, cree que aunque aflojarán las presiones de Washington, nunca desaparecerá el lastre de querer controlar a la isla, que ha sido la intención y el destino de cualquier política estadunidense.
El presidente Miguel Díaz-Canel también ha sido cauto: reconocemos que, en sus elecciones presidenciales, el pueblo de Estados Unidos ha optado por un nuevo rumbo. Creemos en la posibilidad de una relación bilateral constructiva y respetuosa de las diferencias, que traducido al lenguaje popular, según Paquito Rodríguez Cruz, significa que nos cuadra una pila el cambio, pero no nos chupamos el dedo.
Otros cubanos han decidido festejar la patada que millones de estadunidenses le han dado al magnate, pero por razones que tienen que ver más con la historia entre ambos países, que con los comicios. Trump es el presidente número 12 que, desde 1959, intenta destruir la revolución cubana sin conseguirlo.
El escritor Luis Toledo Sande ha recordado que Cuba se ha ganado el derecho de celebrar la derrota de 12 césares empeñados en doblegarla. Otros han utilizado también la analogía de Vidas de los doce césares, pero subrayan la frase más célebre de ese famoso libro de Suetonio: el zorro cambia de piel, pero no de hábito.