Daniel Cahen *
El surgimiento de la pandemia del Covid-19 ha traído consigo, entre otras cosas, una invocación del lenguaje de la guerra. Líderes políticos en todos los continentes han descrito el nuevo coronavirus como un enemigo, enfrentándole con medidas rara vez vistas en tiempo de paz, como cierres de fronteras y toques de queda. El personal de salud en contacto con personas enfermas enfrenta riesgos tan altos que se habla de sanidad en la línea del frente.
Como integrante del Comité Internacional de la Cruz Roja, una institución dedicada a trabajar en conflictos armados y otras situaciones de violencia, y abogado especializado en derecho internacional humanitario, este discurso bélico me llama mucho la atención. Sin duda puede ser útil, si contribuye a la concientización de que la amenaza es real y requiere esfuerzos considerables para contrarrestarla. Al mismo tiempo, conflictos armados y crisis sanitarias como las pandemias son categorías muy distintas.
En una guerra, los beligerantes toman iniciativas para dañar la capacidad de su adversario de tomar decisiones y de llevar a cabo operativos defensivos u ofensivos, a menudo por medio de ataques sorpresas. Pero el Covid-19 no es el Pearl Harbor sanitario. La comunidad internacional ha reconocido desde hace décadas el gran riesgo que entrañan para la humanidad pandemias como la actual.
No hacen falta nuevas normas para guiar la acción de los estados. Un instrumento internacional vinculante como el Reglamento Sanitario Internacional, de la Organización Mundial de la Salud, estructura desde 2005 todo un sistema para reducir la propagación a escala global de enfermedades basado en monitoreo, notificaciones y medidas para detectar pandemias. Y sin saber todavía nada del Covid-19, todos los estados sin excepción aprobaron por consenso en diciembre de 2019, durante la Conferencia Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, una resolución titulada: El momento de actuar: juntos en la lucha ante epidemias y pandemias.
Si bien la lucha contra una enfermedad como el nuevo coronavirus no es una guerra (o sólo en el plano metafórico), sí hay una preocupación porque la pandemia está llegando a países en guerra. En Yemen, Siria o Nigeria, el Covid-19 es una amenaza adicional para la vida.
El derecho internacional humanitario –cuerpo de normas que busca mitigar el impacto de conflictos armados– obliga a los beligerantes a tomar en cuenta el reto de la pandemia. En estos contextos también aplica el derecho internacional de las garantías individuales. Ambos establecen salvaguardas mínimas, como la disposición de instalaciones médicas, el acceso de las comunidades a la salud y a la ayuda humanitaria y el respeto al personal e instalaciones sanitarios, entre otras. El cumplimiento de estas normas es fundamental para evitar que situaciones ya de por sí críticas se degraden de manera significativa.
Por fuera de situaciones de conflicto, el derecho internacional de las garantías individuales es el marco legal bajo el que deben actuar los estados, incluso en situaciones excepcionales como la actual.
En un escenario de amenaza grave para la salud pública, tratados como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana de los Derechos Humanos a nivel regional habilitan a los estados a restringir o suspender algunas garantías fundamentales. Casi todos los estados en América Latina y el Caribe han adoptado medidas extraordinarias frente al Covid-19, afectando garantías importantes (como el derecho a circular libremente, la libertad de reunión, el derecho a la libertad personal). Algunos (Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras o República Dominicana) han notificado la existencia de tales medidas extraordinarias de manera oficial a la Organización de Naciones Unidas o a la Organización de Estados Americanos, lo que permite un mayor grado de transparencia.
Sin embargo, los estados no gozan de poderes ilimitados. Algunas garantías son tan fundamentales que resultan intocables: el derecho a la vida y a la integridad personal, la prohibición de la tortura, el derecho a la vida familiar, entre otras. El derecho de solicitar y de recibir asilo también debe mantenerse, así como el principio de no devolución, que implica no retornar a una persona a un lugar donde, en particular, su vida e integridad física corren peligro. Los estados están obligados por un marco estricto de necesidad y de proporcionalidad. Cualquier restricción a derechos humanos en el contexto de la pandemia debe fortalecer de manera directa la capacidad de proteger el derecho a la vida y a la salud, es decir, controlar mejor la propagación, dar acceso a medidas de prevención, garantizar una atención médica adecuada y proteger al personal y las instalaciones sanitarias.
Las decisiones en materia de salud pública y las conductas concretas de quienes las implementan deben cumplir con el principio de no discriminación, que implica que cualquier persona tenga acceso a la atención médica que requiera, sin distinción desfavorable basada en motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social.
Consideraciones como el estatuto migratorio, la situación de personas desplazadas por la violencia, la privación de la libertad o cualquier tipo de exclusión social no pueden obstaculizar el acceso a servicios de salud.
El derecho internacional humanitario y el derecho internacional de las garantías fundamentales señalan el rumbo para diseñar planes de batalla contra la pandemia: sin una mayor inclusión de las personas vulnerables no habrá manera de salir de esta lucha de manera digna.
* Coordinador jurídico de la delegación regional del Comité Internacional de la Cruz Roja para México y América Central