Jorge Carrillo Olea
Una tecnología actualizada en materia de seguridad pública y procuración de justicia tiene grandes rendimientos, ayuda a salvaguardar los derechos humanos y optimiza los procesos de seguridad y justicia. Nada hay que agregar al aserto de que no se logra eficiencia sin la debida tecnología. No la mejor, sólo la debida, debiendo adelantase que el primer problema es su sabia selección. No cualquier tecnología por prestigiosa o costosa que sea será la mejor para la profesionalización policial.
Será la mejor aquella que se defina con criterios apegados a las realidades mexicanas. No es un tema tan simple como para dejarse llevar por simpatías o conveniencias ajenas a él. Hay que estudiar cuál es el modelo preferible como fuente tecnológica que garantice culturalmente la mejor asimilación de ese saber por parte de nuestros contingentes.
En su formalización se atarían muchas cosas de alta consideración: compromisos internacionales con consecuencias políticas; ataduras inevitables en materia de proveeduría de software y hardware y equipos de todo orden; fuentes de financiamiento y en consecuencia una dependencia delicada de gestionar.
Frutos de tecnificar el oficio son:
1. Ofrece el evitar la violación de derechos humanos al interponerse como recurso entre el delincuente y la policía.
2. Permite la investigación para prevenir o perseguir el delito con un mínimo contacto entre policías y delincuentes y ofrece obtener o preservar pruebas de manera pronta y confiable. Es el gran auxiliar en las gestiones investigativas tanto del primer respondiente como del fiscal actuando ante el tribunal.
Nuestra patriotería atávica entraña un peligro: Nosotros no necesitamos eso. La ayuda externa atenta contra la seguridad nacional. Sabemos cómo resolver nuestros problemas Los gobiernos han adquirido sistemas que no necesariamente son los requeridos, que son incompatibles y por ende ineficientes.
La costosísima Plataforma México diseñada por técnicos de la DEA, por largo tiempo fue operada por ellos mismos y poco resolvió. La adquisición de tecnología por el gobierno es compleja, difiere mucho de la transacción privada, está condicionada por reglas y compromisos.
Formar mejores policías está en duda si sus institutos se crean sólo con requisitos elementales, si a sus mandos no les dota de conocimientos para la conducción de la política sobre la materia y a sus contingentes no se les ofrece una educación y entrenamiento profesionales. Todo ello encapsula la necesidad de concebir la tecnología policial desde su vértice, con la dimensión de ser una política nacional, humanitaria y eficaz.
La cibernética, por si sola nada resuelve si no está concebida y operada para ampliar la capacidad de ofrecerse como auxilio informatizado en la toma de decisiones, de complejísimos bancos de información, criptografía, de interacción automatizada, de análisis, interrogatorios, localización e identificación de personas y vehículos y predicciones tanto preventivas como de apoyo a operaciones en curso, de servicios forenses de breve ejecución, ciberseguridad y más. Es un mundo complejísimo al que hasta hoy hemos enfrentado de manera inercial.
Que el país disponga de un cuerpo policial respetable, digno, efectivo y suficiente depende de manera central de que sea auxiliado por una red informática en apoyo de todos los escalones jerárquicos y sus complejas especialidades técnicas, incluyendo los de gestión de los centros penitenciarios que en materia de tecnificación están en cero.
La incorporación de tecnología no debe verse en sólo obtenerla, por bien que se haga, sino también en su difusión y consolidación entre los usuarios. Eso se logra únicamente mediante la educación. La Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública dedica todo su Capítulo III De las Academias e Institutos para crear Programas Rectores de Profesionalización a todas las academias e institutos oficiales de la nación. En ello debiera suponerse que la informática tiene un espacio privilegiado, pero ¿si esas academias no existen o son muy deficientes cómo es la realidad?
Nueve años después de emitida la ley los resultados son menos que magros. No existe una academia nacional, o la universidad que en su campaña tanto mencionó el Presidente. Las academias estatales y municipales existentes no registran efecto positivo alguno o lo hacen sólo formalmente como un deber menor de sus gobiernos. ¡Qué bien se nos da el legislar!
En 1987 el proyecto de la Academia Nacional de Servicios Policiales, donde estaría sembrándose la transformación, inició sus actividades como parte del Programa Nacional de Seguridad Pública. Eran ya fines de sexenio. El siguiente secretario de Gobernación no gustó de la idea de la academia en particular, ni del Programa Nacional de Seguridad Pública en lo general y lo congeló. Hemos perdido 30 años y ahora, ante un nombramiento inexplicable en la responsabilidad, vemos una renuncia inexplicada. ¿Cuánto más podemos desentendernos?
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