El secretario de Justicia de Estados Unidos, William Barr, se encuentra en una situación comprometida por el cúmulo de indicios de que tergiversó el informe del fiscal especial Robert Mueller sobre la presunta injerencia rusa en las elecciones que llevaron a Donald Trump a la presidencia en 2016, omitió todo lo referente a los esfuerzos de obstrucción de la justicia desplegados por el magnate durante la investigación y mintió al Congreso durante su comparecencia del miércoles ante el Senado.
La difusión de una carta en la cual Mueller denuncia la manipulación de su informe por parte de Barr ya había obligado a éste a reconocer ante la Cámara alta que la exoneración del mandatario era una conclusión propia y no parte del documento, como originalmente había dado a entender. Cabe recordar que el pasado 18 de abril el abogado del gobierno estadunidense divulgó una versión pública del reporte, en una presentación criticada desde un inicio por haberse programado en un momento en que el Congreso se encontraba cerrado por Semana Santa, e incluso antes de que la prensa y el público hubieran podido leer los resultados de la investigación, que, para colmo, sufrió serias mutilaciones con el fin de preservar datos confidenciales.
A raíz de lo anterior, la líder demócrata de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, señaló que al haber mentido al Congreso, Barr incurrió en una acción grave e incluso delictiva. Sin duda, la posición del fiscal general no se ve fortalecida por su negativa de ayer a presentarse de manera voluntaria ante la Cámara baja, lo que forzará a esta instancia a emitir un requerimiento formal.
El desarrollo de los acontecimientos hace suponer que Barr podría ser el próximo fusible del equipo del presidente republicano; es decir, que puede ser sacrificado para ganarle tiempo al mandatario en su doble lucha por rehuir a la justicia y lograr la relección en los comicios del próximo año. Como señaló el representante demócrata Don Beyer, lo que ha quedado claro es que, en los hechos, Barr es el abogado defensor del presidente y no el fiscal general de Estados Unidos, un conflicto de intereses que ya era explícito incluso antes de que asumiera el cargo: como se mencionó en este espacio semanas atrás, Barr no sólo tenía preferencias partidistas bien conocidas, sino que incluso había descalificado el trabajo de Mueller y defendido la imposibilidad de acusar a Trump por obstrucción de la justicia.
Más allá de la vergonzosa actuación de Barr, el fondo del conflicto reside en la alarmante circunstancia de que logre mantenerse en funciones un mandatario tan cuestionado, cuyos actos son continuamente impugnados tanto por jueces como por legisladores, que, en suma, opera en un difuso límite –hasta donde se sabe– entre lo legal y lo ilegal.
Para dimensionar hasta qué punto la permanencia de Trump es reflejo del deterioro institucional estadunidense, basta con recordar que hace más de 40 años Richard Nixon fue destituido y condenado a la muerte política por actos de menor gravedad, así como el hecho de que hace dos décadas la presidencia de William Clinton se tambaleó seriamente por un caso en el cual nunca hubo un delito que perseguir.
En conclusión, lejos de despejar las dudas en torno a la actuación del inquilino de la Casa Blanca, con su pésimo manejo del informe de Robert Mueller el titular del Departamento de Justicia ha exhibido, así sea de manera involuntaria, a una presidencia transgresora.
Penultimátum
Honrar a un dictador, contrario a la democracia
En marzo pasado, el gobierno español que preside el socialista Pedro Sánchez puso fecha para exhumar los restos del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos: el próximo 10 de junio. Lo hizo cuando se creía que Vox, partido de ultraderecha que se inspira en el ‘‘Caudillo por la gracia de Dios’’, tendría junto con sus aliados ideológicos el triunfo en las elecciones del domingo anterior.
Desde 2011 oficialmente se ha buscado, sin éxito, retirar los restos del dictador del mausoleo que se mandó construir y en el que reposan también los de miles de víctimas de la Guerra Civil y de la etapa negra que España vivió con Franco.
Éste decidió en 1940 erigir, con ‘‘la grandeza de los monumentos antiguos, el templo grandioso en que por los siglos, se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria”.
Con mano de obra de prisioneros políticos se terminó en 1957 y quedó bajo el resguardo de la orden benedictina.
Con la reciente derrota electoral de la ultraderecha se espera que, 42 años después de recuperar la democracia y reafirmar su laicidad, España no honre más a ese siniestro personaje en el descomunal panteón cuya cruz se ve desde varios kilómetros de distancia.
Una vez exhumado el cuerpo del dictador, no falta quien proponga ser generosos y, por tanto, regalarle el Valle de los Caídos a la Iglesia, pues quiso como pocos al criminal. Pero muchos más piden que ese horrendo monumento, ya alejado de los visos religiosos, refleje la memoria de todas las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo. Y que los restos de quienes allí están enterrados contra la voluntad de sus familias, sean sacados para que reposen en sitio digno.
A la exhumación de los restos del dictador y de los demás que allí se encuentran, ya no se opone la Iglesia católica: únicamente Vox y el cura benedictino responsable del templo, cuyo mantenimiento, para colmo, está a cargo del gobierno.
En una democracia no cabe honrar a un dictador.