Eric Nepomuceno
Cuando se eligió presidente, el capitán del ejército Jair Bolsonaro prometió reducir a 15 los 29 ministerios que heredará de Michel Temer. Luego dijo que serían 17. Esta semana nombró al vigésimo ministro e insinuó que podría crear otros tres.
De los 20 ya nombrados, cinco son militares, además del vicepresidente, que es general. Retirado, pero general. A no ser durante la dictadura, nunca hubo tantos generales en el gobierno.
De los 20 ministerios anunciados hasta ahora, algunos aspectos merecen atención, a empezar por el nivel bajísimo de los nombrados. Hay de todo un poco, pero –a excepción de los militares– lo que prevalece son la mediocridad, la excentricidad y en algunos casos específicos, la increíble reversión que se anuncia, un retroceso sin precedente, a excepción de lo que ocurrió luego del golpe militar de 1964 y la dictadura que duró 21 años.
Uno de esos retrocesos anunciados se dará en el campo de la política externa. Si a lo largo de los ocho años de las dos presidencias de Luis Inácio Lula da Silva se logró implantar una política que el entonces ministro Celso Amorim definió como activa y altiva y que prevaleció pese al poco interés que su sucesora, Dilma Rousseff, dedicó al tema en sus seis años de gobierno, lo que ahora se anuncia es altamente preocupante.
La apuesta en un mundo multipolar se reveló acertada: con Lula en la presidencia, Brasil logró, por primera vez, ocupar y consolidar un espacio nítido en el escenario global.
Luego hubo el golpe parlamentario que destituyó a Dilma Rousseff e instaló en el sillón presidencial a un desacreditado Michel Temer, literalmente ignorado por los líderes de peso real en el mundo.
Muy rápidamente el protagonismo conquistado disminuyó, si bien no desapareció del todo.
Ahora, el escenario es otro, muy distinto. Para empezar, uno de los hijos del presidente electo, el diputado nacional Eduardo Bolsonaro, no suspende ni un solo día su ardiente defensa de alinear plenamente Brasil a Estados Unidos, de uno de sus ídolos intocables, el presidente Donald Trump.
El futuro mandatario nombró como ministro de Relaciones Exteriores al diplomático Ernesto Araujo. Se trata de un funcionario de una carrera política mediocre, que fue elevado al puesto de embajador hace pocos meses, pero que jamás ocupó una embajada.
En la actual estructura del Itamaraty, como es llamado en Brasil el ministerio de Relaciones Exteriores, ocupaba, hasta antes de ser nombrado, un puesto de tercera línea. En términos concretos, lo que hizo Bolsonaro puede ser comparado a nombrar a un comandante para ministro del ejército, atropellando con ello a todos los oficiales superiores.
La indicación de Araujo para el puesto nació de una sugerencia de Olavo de Carvalho, un astrólogo que se autonombró filósofo y defiende a ultranza un pensamiento de la extrema derecha más fundamentalista.
También ardoroso admirador de Trump, el futuro ministro de Relaciones Exteriores tiene ideas que, en términos delicados, podrían ser clasificadas como extravagantes. Asegura, por ejemplo, que la defensa del medio ambiente y los acuerdos climáticos obedecen a maquinaciones comunistas y que la globalización va contra los mandamientos de Dios.
La alienación automática e irrestricta con Washington, defendida tanto por el más agresivo de los muy belicosos hijos de Bolsonaro como por el futuro ministro, significará el abandono total de la política implantada por Lula da Silva. Transferir la embajada brasileña en Israel a Jerusalén, por ejemplo, significará un golpe fatal para las exportaciones de proteína animal a los países árabes, que hoy resultan de gran importancia para la economía nacional, pues alcanzan un un monto de casi 9 mil millones de dólares anuales. Alejarse de China significará romper con la nación que se transformó en el principal mercado para las exportaciones brasileñas, arrojando un superávit cercano a 30 mil millones de dólares por año.
Relegar el Mercosur a su casi desaparición implicará perder en Argentina, el segundo mayor mercado para manufacturados brasileños y nuestro tercer socio comercial.
Por más que Estados Unidos sea el segundo socio brasileño en el escenario global (superado sólo por China), lo que se perderá, rompiendo con aliados conquistados, no será compensado.
Existen, además, otros aspectos preocupantes, pues lo que se insinúa como política de defensa y seguridad pública del gobierno Bolsonaro abrirá espacio para que la influencia de Washington sobre el país sea en extremo decisiva.
El país que tiene 208 millones de habitantes –que ostenta una de las 10 mayores bases industriales del planeta, cuya economía, pese a todo el desastre llevado a cabo por Michel Temer y el golpe institucional engendrado en 2015 y que culminó al año siguiente, se sitúa entre las 10 principales del mundo, y que con ese peso ocupó un espacio global significativo y supo transformarse en un interlocutor efectivo– parece condenado a desaparecer.
Hemos conocido en la dictadura militar lo que significa transformarse en un satélite de Washington.
Y todo indica que no hemos aprendido nada. Pobre Brasil.