Si algo sintético puede destacarse de ambos mensajes presidenciales es la determinación de cambiar drásticamente la orientación de un poder político que por más de tres décadas ha estado dedicada a beneficiar a los intereses corporativos privados –y de paso, por medio de la corrupción y el dispendio, a los funcionarios públicos– para ponerlo al servicio de la población y particularmente de sus sectores más vulnerables, desatendidos y agraviados por los gobiernos del ciclo neoliberal: campesinos, asalariados, pueblos indígenas, mujeres, jóvenes, adultos de la tercera edad y personas con discapacidad, pero también profesionistas, pequeños empresarios, comerciantes e informales que han pagado los saldos catastróficos del modelo neoliberal.
En el recinto legislativo el nuevo mandatario formuló una crítica del viejo régimen oligárquico tan implacable como irrebatible para, a continuación, exponer los lineamientos de su nuevo gobierno, los cuales han sido ya dados a conocer. Si algo tuvieron la crítica y la propuesta de novedoso es que fueron pronunciadas no por el luchador social, el dirigente opositor o el candidato en campaña, sino por el titular del Ejecutivo federal, lo que las convierte en un parteaguas de la vida económica, política y social del país.
Horas más tarde, en la Plaza de la Constitución, López Obrador participó en un ceremonial distinto al de la toma de protesta y la recepción de la banda presidencial: una representación de los pueblos indígenas lo ungió como líder en un ritual en el que participaron los cientos de miles de asistentes al encuentro. Debe hacerse notar que ayer, por primera vez en la historia del México independiente, un jefe de Estado se somete al mandato de los pueblos originarios en un acto público tan relevante como el que tuvo lugar ayer en la plaza principal del país. Así, si por la mañana el nuevo presidente prometió cumplir y hacer cumplir la Constitución, por la tarde se comprometió a mandar obedeciendo; si la institucionalidad política obtiene de los símbolos buena parte de su fuerza, esta integración inédita de formulismos debiera marcar el inicio histórico de una nueva praxis gubernamental en materia de derechos de los pueblos indígenas.
Posteriormente el mandatario formuló una larga lista de objetivos y metas gubernamentales, en lo que constituye una apuesta audaz y arriesgada no para atemperar las expectativas de la sociedad en torno a su gobierno sino, por el contrario, para elevarlas. A lo que puede comprenderse, López Obrador está dispuesto a adoptar la presión social como viento impulsor de su gobierno, y cabe esperar que el desafío funcione.
Para terminar, al poniente de esos dos epicentros de la toma de posesión, San Lázaro y el Zócalo, los actos inaugurales del nuevo gobierno tuvieron un tercer escenario: la antigua residencia oficial de Los Pinos, que ayer mismo fue abierta a la población y que recibió en su primer día a decenas de miles de visitantes.
Aunque el nuevo Presidente no acudió, esa apertura tuvo también el carácter de un deslinde inequívoco ante la frivolidad, el derroche y el lujo en el que se acostumbraron a vivir sus antecesores, y cuya exhibición dio lugar, ayer mismo, a una avalancha de memes en las redes sociales que dieron cuenta del divorcio entre los gobernantes y el resto de la sociedad, ilustrativo de la insensibilidad, la sordera y la arrogancia del grupo en el poder que fue derrotado el pasado primero de julio. Ojalá que esa exposición sirva para impedir que ese divorcio se presente de nuevo en el país y que la ciudadanía no vuelva a aceptar nunca a gobernantes ricos en un pueblo pobre.
Despertar en la IV República
El pasillo de honor
José Agustín Ortiz Pinchetti
Hace 13 años, Andrés Manuel López Obrador asistió a la Cámara de Diputados para ser juzgado y condenado. Al ingresar a ese recinto, no respetó el itinerario que intentaron imponerle sus acusadores y bajó por el pasillo de honor, en medio del pleno. Lo hizo con tranquilidad y sonriendo. El PRI y el PAN se habían unido para decretar su desafuero. AMLO escuchó pacientemente las intervenciones de Beltrones y el alegato de su acusador, el fiscal Carlos J. Vega Memije.
Cuando terminaron, el jefe de Gobierno tomó la palabra y pronunció un discurso apegado a las normas, pero con destellos irreverentes y provocadores. Declaró que aquel recinto no era el más alto del país. Afirmó que no se hacía ilusiones, que sabía que lo iban a condenar y advirtió: Ustedes me van a juzgar; no olviden que todavía falta que a ustedes y a mí nos juzgue la historia.
Ayer AMLO recorrió el mismo trayecto del día del desafuero y subió hasta lo más alto de la tribuna para cumplir un rito republicano: recibir la banda presidencial y pronunciar su discurso inaugural. Aquellos que vivimos los dos eventos no podemos dejar de asociar el uno con el otro. Entre ambos se contienen algunos momentos estelares de nuestra historia política.
Andrés Manuel ha tenido una reivindicación excepcional. Ha pasado de ser un forajido a punto de ser inhabilitado, a Presidente de México con el mayor respaldo popular que se recuerde. Un momento brillante fue cuando venció a Vicente Fox en el intento de descartarlo como candidato presidencial. Recuerdo que Roberto Campa durante un debate resumió el nudo del problema: Todos los que estamos aquí sabemos que López Obrador no es un peligroso delincuente, sino un peligroso candidato.
Dejamos atrás un páramo de la historia de México caracterizado por la corrupción, la impunidad, el cinismo y la simulación. Los que estudien dentro de 50 años los acontecimientos de nuestra época sentirán asombro de cómo pudo construirse una fuerza verdadera que triunfara sobre la asociación de los partidos reaccionarios.
Independientemente del desenlace de este gobierno, esta hazaña estará grabada en el corazón y en la memoria de los hombres y mujeres que la vivieron. (Colaboró: Mario Antonio Domínguez).