lunes, 23 de julio de 2012

El miedo a la democracia


Carlos Fazio /II
Después de la Segunda Guerra Mundial, ante la emergencia popular y el auge de las ideas socialistas en el orbe, y por miedo a la democracia, con el espantajo de una agresión comunista extracontinental la élite del poder estadunidense edificó un Estado de bienestar para los ricos con una ideología de seguridad nacional para el control de la población. Con el cuento de los valores de la democracia occidental y cristiana, el modelo se exportó, custodiado por los infantes de marina. El uso de la propaganda fue clave en la fabricación de un mundo maniqueo destinado a encubrir la lucha de clases y la dominación capitalista. La falsificación sistemática de los hechos –de crímenes e infamias múltiples– llega hasta el presente. Pero, desaparecido el otro polo de la contradicción de la guerra fría, el capitalismo ya no se preocupa por ocultar su rostro real. A la crisis del capitalismo fordista siguió la restructuración neoliberal depredadora, tildada de globalización. Hoy, en el marco de un imperio anárquico y casi omniabarcante, rige un entramado estructurado jerárquicamente por estados, organizaciones internacionales, consorcios multinacionales y –no en último término– bandas criminales de tipo mafioso.
El mundo está dominado por las más altas esferas del poder político, oligopólico, militar y financiero, es decir, por verdaderos criminales organizados, cuya máxima expresión visible son las mafias representadas en Davos. Con la salvedad de que el capitalismo monopólico jamás había estado tan bien definido como ahora. En un acto de ocultismo, la propaganda neoliberal, convertida en un instrumento eficaz de desinformación, trata de convencernos de que vivimos en un mundo feliz, mientras una violencia represiva creciente completa sus efectos y asegura el control social.
Desde hace años, la política devino escenificación mediática, en el sentido de un desacoplamiento sistemático entre el discurso político y la práctica política. Como dice Joachim Hirsch, lo que hoy día se llama política se reduce cada vez más a la administración más o menos eficiente del orden existente, al acomodamiento ante las fuerzas compulsivas de los hechos y de las circunstancias. Sumergidos en un sistema de corrupción estructural, quienes malgobiernan administran el statu quo y buscan ofrecer las condiciones más redituables al capital a costa del bienestar social. En Estados Unidos gana el que mete más dólares a su campaña. El poder del dinero y la propaganda disfrazada de mercadotecnia fabrican presidentes. En 2008, Barack Obama fue premiado por la industria de la mercadotecnia por su campaña de propaganda electoral; se ubicó por encima de cualquier otro producto. En Italia, con su pasado criminal, Berlusconi fue elegido primer ministro de un país mafioso y mariano-católico machista, en dos ocasiones.
Como aparatos mediáticos del sistema de dominación, en lugar de valores políticos de uso, los partidos trafican en el mercado electoral con mercancías políticas fetiches. En la competencia entre aparatos partidistas se trata, ante todo, de una diferenciación de producto según técnicas de la industria de la propaganda comercial. Los departamentos de propaganda y los estilistas políticos fabrican candidatos. Lo que cuenta es la presentación, lo decisivo es el envase. Ayer Vicente Fox, hoy el muñeco telegénico de Televisa y los poderes fácticos, Enrique Peña Nieto, a quien habían programado para ganar por dos dígitos para imponer las contrarreformas estructurales. Las promesas de campaña fueron parte de la puesta en escena; no eran para ser cumplidas. Además, vivimos en la sociedad de la disculpabilidad. La clase política y sus papagayos en los medios hablan permanentemente de responsabilidad, pero, si algo sale mal, piden disculpas. Como ahora con las encuestas: cinismo puro. Además, las promesas sirvieron para embadurnar la compra de votos a masas de desheredados que no tienen en su horizonte cultural siquiera la idea de sociedad, en el sentido de la modernidad. En Alemania, 31 por ciento del electorado votó para que Hitler llegara al poder y fue copropiciador de una debacle y una orgía de barbarie de dimensiones históricas.
En México, todos los partidos son corruptos y usan los mismos métodos. Son comprables y, por tanto, compradores de voluntades. Sólo difieren en los niveles de competitividad. En la selva socialdarwinista neoliberal ganó el corrupto más competitivo del partido virtual de la unidad (Joachim Hirsch), o lo que Losurdo llamaba un monopartidismo competitivo, con formaciones políticas que representan a la misma burguesía y exhiben la misma ideología neoliberal.
Los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional vienen coadministrando los intereses del gran capital desde los años 80. Ahora impusieron a Peña, el gandalla más apto de la partidocracia. Andrés Manuel López Obrador no podía ganar en 2006 ni en 2012. Con independencia de que sea un mesías o Satanás, de izquierda o derecha –y de que esté rodeado de algunos personajes sin integridad y rigurosamente inescrupulosos, y de que no puso la guerra estúpida de Felipe Calderón como tema de campaña–, la aversión de la oligarquía a AMLO es porque no es chantajeable ni cooptable. Porque, como diría Max Weber, vive PARA la política, no DE la política.
La política llena su vida. A diferencia de los integrantes de la clase política –para quienes la política es una chamba y un vehículo para el enriquecimiento personal–, para AMLO la política es pasión. Además, en tiempos del neoliberalismo rapaz, cuando rige el dios dinero, a él no le interesa el dinero. Ergo: tampoco es comprable. Y eso es peligroso: una locura. Pero a la vez, tiene gran poder de convocatoria y puede movilizar grandes masas, como el general Cárdenas. En esa medida, es un poder fáctico fuera del control de la oligarquía, de las huestes jerárquicas locales de Ratzinger y del imperialismo. Por eso se le sataniza y se le ha querido aniquilar. Por eso, y porque también los amos de México le tienen miedo a la democracia.